La infancia era la noche especialmente,
y pensar en el día que vendría mañana,
mamás enfermas, papás que no llegaban nunca,
hermanos que se iban olvidando
a medida que ya no regresaban.
Y era la muerte la mátalascallando,
como si se enojara todo el tiempo.
Iba y venía perra de los atardeceres
llevándonos amargas cicatrices y gritos
y angustias y dolores y lágrimas y mares.
La infancia era la muerte cagándose de risa.
Se nos quedaba viendo de a poquito
desde las uñas de los pies
hasta la punta de los pelos parados.
Comenzaba a escoger como si nada.
Recorría los barrios,
se llevaba a los niños más hermosos y pobres
dejándonos dolor y sacrosanta herida.
El aire entonces con sus manos aves
jugaba con nosotros para que no temiéramos.
Sin embargo moríamos de miedo,
mirándola implacable
con sus terribles dientes de caballo.
De uno en uno se acaba hasta la raza,
decían los papás y las mamás temblando.
La infancia es esta muerte satisfecha,
sus monedas de plata, sus corbatas,
cuchillo de oro, bala envenenada.
Y nos dejaba penas, desconsolados siempre.
Porque si algo dolía en estos barrios,
era la dura muerte, la inflexible,
que además se burlaba de nosotros
porque no éramos aptos para absorber horrores.
Y quedábamos solos, hijos de Dios,
niños abandonados al temor de la noche.
Preguntamos por qué tanta desgracia.
Por qué la muerte infame
se llevaba a los buenos y a los malos,
pero siempre a los pobres, eso sí.
Y se echaban los padres, los abuelos y tíos
un trago. Más que trago era copa de lágrimas.
Mientras tanto los niños debajo de las sábanas
oíamos retumbos
que venían del fondo del volcán.