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No es apacible un muerto, como el candil que espera obediente sobre la mesa hueso de papeles, pues nunca guardo mis cantos por la mañana, cantos de la Amistad o la bondad de mayo; sea de un solo Dios o de estos dioses, que registran el recorrido de las presas, siempre de sencillo destino. Presas que de aquí para allá tantean por estos campos, con similar temor y recogimiento en sus patas traseras.
Miro a cada instante, y por la ventana, cuando no arreglo mi cama ni estoy moviéndome de un punto a otro, como si acampara en un incendio de proporciones dementes; y vuelve un pájaro negro o amarillo, a la rama de la que escribo con la eficacia que encadena a la página por ser llenada. La aspiración por la escritura es sólo esta aceptación de no salvarme.
Sueño (¿por qué no?) con cien lugares distintos, y gente que nunca he visto y que me llama por nombres diferentes. Gente que me da comodidad enorme y que de cuando en cuando me pide que despolve el piano.
Por eso prefiero a veces, por la tarde, cuando me vienen a buscar silenciosamente para llevarme a pasear doblado sobre los viñedos, o por los campos aún no tachados por las amapolas (siempre como a un pequeño niño, que no sabe que soltarse es peligroso), dormir hasta alcanzar el hastío que me da otro sueño. Cerrar los ojos tajados por las cosas, y no pensar más en el verso que desprecio, en Susette Gontard, y en los amigos que han muerto o morirán despacio bajo el pilar de otros.
Ni deseo pensar en la familia, desterrada o descuidada por la escritura.
Y hablo por mí mismo – o a quien me leyere – como un hombre contradictorio y orgulloso de serlo. Como un hombre que no ha sentido en la poesía mayor necesidad que la de ocultarse, la de encimar un sitio arruinado en el cual ya se sentía diferente. Un lugar insuficiente, donde un trapiche de frases celaban mis pecados más modestos. Esa presencia de crimen que hace llorar la cordura desorbitada en los límites de su caballo. Esa niñez temperada, soberbiamente preñada, en su potranca-luz de árboles de trébol.
Entonces creía que la poesía detenía el crecimiento. Que era ella quien crecía a través de mi dolor y decadencia, como cuando se abre una puerta, y los goznes chillan helados hasta encontrar las muelas desnudas en su leche. Pero la puerta sigue útil, abnegada, firme en su tarea de reparar espacios.
Ahora necesito no sé cuántos años para escapar de este arte que finaliza siendo una prueba contra mí mismo. Mientras recorro este encierro, como si un encierro pudiera recorrerse. Pero recuerdo, clara como la Primavera (o el esplendor de Grecia en los años de Sófocles), el dolor de la imperfección y la cobardía del búho, ágilmente hechizado sobre su alameda. Y a un hombre que ayer ha escrito mi nombre hacia el final de su sueño.