Nada me asusta más que la falsa serenidad
De un rostro que duerme…
Jean Cocteau, Plain-Chant
No el regreso de un porvenir abandonado
Sin sosiego en los lechos terrestres.
No el verano con un palpable resplandor entre invasores,
Y otra herida creciendo como lenta enredadera
En la piel del delirio.
No el pequeño cadáver de mi infancia
Flotando (con su boca abierta) en la inmensa laguna.
No el arcángel quemado, entre las maquinaciones del espanto
Y la obstinada majestad del ruego.
No las elementales maravillas del amor en la hierba.
No la profanada canción, la hoguera luminosa.
No los párpados fatídicos que devoran y resisten
La desesperación de los otros.
No el balbuceo de aquel dios en su cruz.
No la incertísima tempestad del reposo.
No las madrigueras de la piedad,
La hambrienta cueva que empolla toda angustia.
No la precariedad del ojo en la distancia.
No verdades habitables bajo el musgo de sospechas,
Ajenas a mi carne y al olor diferente.
No el alarido devastado.
No las mansiones de razón: su más pura palabra.
No un laberinto de alacranes en cautiverio.
No el letárgico aroma de mis muertos mendigos.
No las hembras de chacal junto al sudario.
No este archipiélago hundido en mi memoria.
No la implacable codicia del vicario.
No la torpe desnudez entre las piedras,
Aquélla que no cava el deseo.
No quien se inclina ante las jaulas
Y duerme según la herrumbre de cuerpos mutilados.
No el que nunca oyó a los ojos.
No el visible matorral; siempre el oculto.
No la fiebre que no sana.
No el perverso matarife en este país de brumas.
No la boca sin cesar del desterrado.
No el estremecido inquisidor de los huesos
Golpea la puerta.
¿Quién permanece en el desierto heroico
Con las manos calientes?
¿Por qué fui hijastro y huésped del infierno?
Te hablo con la sangre deshecha de los hombres.