En estos días de verano
una mujer discontinua, pariente de olas y sórdidos menajes.
En este verano plagado de días para los que no tengo alimento
una mujer arrasada y sinembargo.
Y me mira, me mira enseñando el sistema nervioso,
a mí, sólo a mí, que me pongo hermosa de privilegio;
se abre la camisa y tiene dos llagas para mí,
que me revelo deseable como un desarraigo
e ingreso en la vida azarosa de los espías.
Una mujer arrasada y aún es tiempo.
Y en mí conoce al fin puente y calidez.
“Trabaja con las manos” – alguien dice-.
“Se le cayó el alma en un descuido y
la saca los domingos de paseo”
-susurran sus órganos, todos con fiebre-.
Y yo sé más de lo que debiera
escuchando su cuerpo de último esfuerzo por todo;
su cuerpo brotado a destiempo en un bosque
de árboles esbeltos como niñas
(“todas eran más guapas” – admitía su madre-).
Hoy son muchos los hombres y mujeres que corren a escuchar
lo que canta su desnudo.
¡Oh tierra que pace once meses bajo el agua!
¡Oh cuerpo hermano al borde del abismo!
Dadme plaza en este mes que a todos los ojos convoca.
La casa que habitamos apenas ha notado un susurro.
Los árboles de ahí fuera nos distan con jurásica piedad.
Se irán las diminutas clavículas de mi perro, que sostienen su tanto,
te llorarán los pechos con pena cada día más blanda.
Y me muero, me estoy muriendo en el sol,
me estoy muriendo de una pequeña dimensión
porque toco la vida y es tan frágil que me enferma.
Me muero de pena por todo lo innombrado
esa mujer y su puente hacia mi rostro.
Una fina corriente arrastra pronto el luto.
Soy desleal tal cual tomo aliento.
Viene mi amante, entran los días; yo diré si me tocan.
Bajo al comedor y ya te estás diluyendo, no nos hemos sucedido.
Silencio. Nuevos visitantes.