En la tele pasan un caballo
que habla nuestro idioma.
En la radio a un hombre
que habla el idioma de los caballos.
Lo cierto sucede en otra parte.
El sol está quieto
en un cielo sin nubes.
Al balcón llegan pájaros
a comer las migas de pan
que tiré horas antes
para que vinieran a alegrarme la mañana.
Se acercan primero con timidez,
picotean el suelo,
me miran de costado,
luego vuelan a otro balcón.
No podría ser una parábola más pobre,
pero me hacen pensar en algo
que nada tiene que ver con la alegría.
El polvo avanza en el comedor
como una enfermedad
o una bendición,
dependiendo de quien lo mire.
Si sé que ese fenómeno lo explica la física,
¿por qué la sospecha
de una fuerza sobrenatural?
El día no ofrece más opción
que un paneo lento
sobre estos últimos años.
Ahí están los restos y desechos
que dejó la marea de una época convulsa.
Unos sobre otros,
confundidos los inicios
con los desenlaces,
los intentos de reanudación
con los fracasos.
De pronto, el viento cambia de dirección
y abajo, en la calle,
un conductor reacciona
a la luz verde del semáforo.
Y aunque estoy consciente
de ser discípulo del error,
lo interpreto como una señal,
como si el universo girara en torno a mí.
Repito mentalmente
la letra de una canción
que aprendí mal.
Es probable que recuerde
cosas que no dice.
Solemos pensar
que una canción es buena
si habla de nosotros.
Debe ser que todas las vidas se parecen.
Si es así,
¿qué será de esa niña,
allá en la otra acera,
que no sabe si comer el helado
que se le derrite
o si acariciar al perro
que salta a su lado moviendo la cola?
El hilo afilado de los mosquitos
es toda la música que escucho
mientras trato es escribir
imaginando que repito una canción.
Antes de darlo por finalizado
apenas en setiembre,
creí que el 2004 sería un buen año.
Ahora la casa es una bolsa con ropa sucia
en mitad de la sala,
dos o tres novelas
abandonadas antes del final,
los boletos de un viaje en ferry,
un mensaje en el contestador
donde aquella voz pregunta
por los planes de un viernes ya lejano.
Es así, todo período se puede reducir
a una simple enumeración.
Quería explicarte otra cosa,
pero la voluntad es engañosa
como los espejos de los gimnasios.
Y sin embargo,
quizás está bien quedarse en el balcón,
sin pájaros,
observar desde arriba
lo que dentro de unas horas me superará.
Dejar que el tiempo sedimente
como la espiral contra mosquitos
sobre el papel de diario
de aquella infancia
en la que aún no nos conocíamos.
Está bien seguir con la vista
la ruta de la equivocación.
En algún lugar están
las personas que fuimos,
un espacio donde la prueba y el error
se repiten una y otra vez,
con una canción de fondo
que dice lo que queremos escuchar.
Pero el lugar que importa es éste.
Las hojas de los árboles
se mecen con el viento norte
y con el humo del progreso.
Sostenida por un imán,
en la puerta del refrigerador,
está la foto que tomaste
la noche en que un ciclo terminaba
mucho antes de que lo supiéramos.
Esto lo escribo una mañana luminosa.
Entre los edificios de enfrente,
cerca de la avenida Córdoba, pasa un avión.
Cruza el cielo en silencio,
en cámara lenta,
como impulsado
por el motor del recuerdo.
La vida de afuera parece fluir
con calma y naturalidad.
Quiero que la vida de adentro también.