Del raído jergón en que yacía
mi perro moribundo, alzó la testa,
la gran testa escultórica, orgulloso
y altivo, como un dios agonizante.
En sus ojos, profundos y febriles,
súbitamente se encendió un relámpago
de amor inmenso. Mi tristeza entonces
quiso asomarse a mis pupilas para
dar un adiós a aquel amor sublime.
La bestia, estremecida con temblores
de ternura, miró caer mi llanto,
y con un rudo y soberano gesto
de angustia y de dolor -¡Gracias!- me dijo.
Después, con lentitud doliente y grave,
tras la fatiga del supremo empuje,
como en un cabezal, reclinó el perro
la gran testa escultórica en el muro.
Pero sus ojos tristes, triste, tristes,
me siguieron hablando:
Es la primera
vez que no te obedezco, no me llames,
ya te voy a dejar, amado mío.
“Viví por ti, por ti, para atraerme
todas las emociones de tu alma,
tus goces, tus pesares y tus sueños;
para buscarte en todo, porque eras
mi única aspiración. A una caricia
de tu mano, a un acento, a una apacible
mirada, se dormían mis instintos,
y un ser inteligente, amable, dócil,
generoso, leal, siempre dispuesto
al sacrificio, fui, bajo el encanto
de tu voz, tu caricia o tu mirada.
¿Quién te amó más que yo, sin un instante
de duda, de desdén o de abandono;
sin una gratitud, sin un olvido,
sin dejar de ser tuyo, siempre tuyo?
Fui el compañero insomne de tus penas,
un guardia en el peligro. Fui tu siervo
en el placer, tu amigo en el quebranto,
tu jovial camarada en la alegría.
Acuérdate: se fueron los efímeros
amores, la ilusión y la esperanza;
cantando se alejó la nave de oro
y nos dejó en la orilla oscura y sola.
¿Qué te quedó del universo, oh pobre
soñador de remotos ideales?
Arriba, mucho cielo, el impasible;
abajo, mucha tierra, la infecunda.
Y yo que era la piedad; un átomo
de vida unido a ti por misteriosos
enlaces. Y marchamos. ¿Hacia dónde?
¿al bien? ¿al mal? No importa; íbamos juntos.
Yo fui el festejador de tus sonrisas,
el cantor de tus negras soledades,
yo vigilé tus tristes pensamientos,
yo comí el pan mojado con tus lágrimas.
En el silencio del hogar sin lumbre
yo consolé tus noches de delirio,
y clavando mis ojos en los tuyos
te pregunté ¿qué tienes? ¿por qué lloras?
Ya ves, me voy, te dejo; me entristece
pensar en que ya no habrá quien te acompañe
por el camino, como yo, besando
tus huellas en el polvo del sendero.
Te quedas con los hombres, los que olvidan,
los que traicionan, los que engañan, solo,
mirando hacia los cielos impasibles,
en pie sobre la tierra despiadada.
Mi muerte no es la tuya; tú sucumbes,
y, transformado, asciendes a otros mundos;
yo fui materia que te amó, no tengo
alma con que esperarte en otra vida.
Tú eres inmortal; sueñas que, errante,
por ese mar azul y luminoso,
buscarás, de astro en astro, la imposible
quimera de tu espíritu. Yo vuelvo
a pudrirme en el fango del que salen
el monstruo y el reptil, flores y estrellas.
Mas….cree en el amor, existe; mira,
soy una prueba de que existe: toma
aliento y fe de mi postrer mirada….”
Y un último relámpago en sus ojos
el amor encendió. – Gracias, le dije,
y me incliné a besar la moribunda
cabeza de aquel dios agonizante.
Los tardíos luceros de la noche
se desleían; un helado viento
como un soplo de muerte, recorría
la llanura en tinieblas; y en el fondo,
tras un alcor, un árbol se agitaba
como dedo que niega.
Lentamente,
sobre el negro ataúd del horizonte,
un crespón blanco apareció en la sombra
y se extendió como triunfal bandera
por el contorno azul de la montaña.
Yo, arrodillado en el jergón raído
en que mi perro agonizaba, estuve
por instantes sin fin, absorto en una
honda meditación. Un gran misterio
rodeábame…..
Y uno de mis niños
se asomó a la ventana de la alcoba
y me gritó: Papá ¡muy buenos días!