Las tumbas pertenecen a ese pueblo
Llamado cementerio. A esa isla de barcas y naipes.
A ese solitario puerto donde desciende el aliento.
Siempre supuse, allí, llorar lirios de ámbar
Y velar los poros de los cadáveres. Imitar el vértigo;
Seguir los rastros del polvo levantados por la lluvia.
Me acostumbré a vivir junto a los pilares densos de la noche:
Contar las gotas del reloj como arena caída en la ventana;
Escribir sobre los pañuelos de las lechuzas,
Ver la luna protegida por la hojarasca de los sueños.
Así, pues, he vivido mi vida en la muerte diaria;
Sin embargo, sigo poseso por el ropaje de sobreviviente:
Sé que los muros del tiempo rompen los espejos; por eso regreso al polvo:
Vestigio de la noche esperando el rostro de la muerte.
Le conté a Dios mi obsesión por los ferrocarriles:
El hilo de los rieles marca litorales sobre mi geografía.
Frente a la muerte los alquimistas de la vida,
Descifran el calendario de las vacas flacas y gordas:
Nada ven, sino los funerales de las semanas
Y los desvelos del pájaro que exorciza el horizonte…