Han pasado los años,
en la ventana crece una pelambre de neblina profunda,
esa ventana que ya no conociste y da vista a otros sitios que jamás sospechaste.
Nos marchamos de casa, dejamos tus claveles al cuidado del viento:
una sombra aún delgada los mancha con su frío.
Ahora tengo una madre, tiene el cabello blanco como un llanto de nieve,
voy aprendiendo a hablarle con palabras más dulces,
acentúo las sílabas en instantes más claros,
me dejo ver por ella algo menos terrible.
También guardo a tu viuda, tu hermosa dama negra, pétalo suspendido
en mitad de un otoño que no tuvo regreso.
Si la vieras andar, si vieras esos pies llenos de un musgo que parece violetas,
si la oyeras hablar en esa lengua que enternece a los astros.
Como tiene el cabello parecido al azúcar,
suele soñar abejas que le trenzan el pelo.
Sin quererlo se ha vuelto mínima y luminosa como un ángel con frío.
Mi niña se me ha ido. La veo desde lejos.
Algo te haría triste si me vieras mirarla.
Algo te afligiría si me vieras seguirla como se sigue a veces el final de la tarde.
Algo que no podrías saber cómo llamarlo, porque dónde te encuentras
no es posible ese nombre ni su significado.
Las cosas son distintas:
hoy sueño mucho menos y grito mucho más.
El sol es menos joven, los trenes ya no existen, las palomas no vuelven.
Ayer me dolió el pecho y dejé de ser niño para siempre.
Han pasado los años, no demasiados
pero si suficientes para aprender a tener miedo.
¿Es cierto que la muerte sabe todos los nombres?
Voy desapareciendo como un día alcanzado por la noche terrible.
De aquello que dejaste ya me queda muy poco.