Existe uña región de clima ardiente,
suelo fecundo, atmósfera serena,
de altos recuerdos caudalosa fuente,
de inspiración inagotable vena.
Es la región magnífica de Oriente,
madre del sol, de luz, de vida llena,
maravillosa, espléndida, galana,
gigante cuna de la raza humana.
Allí levanta el Líbano sus crestas,
que las nubes detienen arrogantes,
donde con majestad se alzan enhiestas
de los cedros las copas resonantes;
donde, siguiendo las torcidas cuestas,
anchos, férvidos, roncos, espumantes,
torrentes caudalosos se derrumban
y en el espacio, sin cesar, retumban.
Allí vibró el acento melodioso
del arpa de David y de Isaías;
allí repite el eco sonoroso
los ayes de dolor de Jeremías:
del lúgubre Ezequiel, en son medroso,
se alzaron las tremendas profecías,
y resonó el Cantar de los cantares,
y Job lloró su suerte y sus pesares.
Allí, sola y sentada en la colina,
a la orilla del mar que dominara,
Tiro entre escombros su cabeza inclina,
cual la voz de Ezequiel profetizara;
que a la orgullosa y colosal marina,
que el nombre de soberbia le prestara,
con brazo omnipotente, Dios airado
la hundió en el hondo mar alborotado.
Allí la gran Jerusalén levanta
sus altos alminares y mezquitas;
allí de Cristo la divina planta
huellas dejó, por nuestra fe benditas;
allí vivió su Madre pura y santa,
allí sus frases de consuelo escritas
dejó el que por salvar al mundo entero
espiró de la Cruz en el madero.
El sol brilla más puro y refulgente
en su zafíreo, esplendoroso cielo,
y audaz se eleva la mezquina mente
al contemplar tan bendecido suelo;
exalta al vate inspiración ardiente,
y, de la duda disipando el velo,
el alma del incrédulo ilumina
viva llama de fe, santa y divina.
¡Tierra de bendición! si yo pudiera
ahora abandonar mis patrios lares,
a tu recinto encantador corriera
atravesando procelosos mares.
Quizá entonces mi lira lastimera
entonase magníficos cantares,
que hicieran dignos de inmortal renombre
mi pobre numen y mi oscuro nombre.
Quisiera en un caballo del desierto,
al aire sueltas las flotantes crines,
volar por las orillas del mar Muerto,
o traspasar los líbicos confines.
Y ver de Smirna el celebrado puerto,
sus riberas bordadas de jazmines,
o las altas laderas del Sanino
hollar con mi bordón de peregrino.
Y admirar la fantástica belleza
de las orillas del sagrado río,
y reclinar mi lánguida cabeza
de la palmera so el ramaje umbrío;
ver de Balbek la mágica grandeza,
do se elevara el pensamiento mío,
y, bajo móvil tienda, en la mañana,
descansar con la errante caravana.
Y de la luna al resplandor sereno,
del Bósforo cruzando la corriente,
ver a Estambul, del irritado seno
del mar alzando la orgullosa frente.
Y cuando el astro-rey, de pompa lleno,
lanza a raudales su esplendor ardiente,
ver brillar en las cúpulas, ufano,
el pendón del imperio mahometano.
¡Oh! ¡sí! ¡Volemos! que el rumor del viento,
que entre las cañas del Jordán murmura,
con misterioso y lánguido lamento
temple del alma la mortal tristura:
y eleve el corazón y el pensamiento
de Cristo en la divina sepultura,
donde el héroe, que Tasso enalteciera,
también detuvo su triunfal carrera.