El principio de los tiempos, ahora
mismo, todos los seres
-millones de auroras
de caminos, de germinaciones, interminable
ristra de ojos, haz que no cesa-
que han pasado por el mundo
-augurios, coronas, el semen, palabras suspensas, lo perecedero-
todos aquellos que ruedan
-piel que no olvida ningún tono, lenguas inauditas,
conjuntos que el sol deshizo-
en este instante por el mundo
-el frío, el hambre, la pena, la perversión del hombre, poema infinito-
¿cuál, de entre ellos?
-ahogados, quemados, la tortura,
el abandono, ¿resuena en un tórax, la cuerda del dolor
lo mismo en Chicago que en Sodoma?
Campamentos, nieve, tiempos remotos o la próxima esquina
leyes y materia para un día
de imposible reconstrucción-
¡cuál, de entre todos ellos!
-y la insistencia, aquello que se encarniza o
simplemente se enamora, el dolor
tomando un cuerpo por posada-
fue y no lo supo, el perfume del Caos
-inquisidores, césares, soldados convencidos,
apóstoles, un sencillo homicida,
un cocinero de pavor y epifanía en sangre-
la moza abierta para el Caos
-un niño, luego un hombre, luego un niño,
el dolor no precisa anchas camas-
la cruz del Caos fue, o el foro del espanto
-en Persia, en Tebas, Bombay o Girona
sobre dos piernas y en torno a un vientre
ambicioso de pan y regalos blanquecinos-
el Elegido de Dios
-al alba, junto a un mar; noche-noche o luz absoluta-
de un Dios entonces más pequeño que un discurso
-hay tantos credos como vidas guarda una ola-
más concreto y deficiente que cualquiera de los Hombres.
No hay ley, máquina o cejas que dibujen el rostro
del que más ha sufrido, pero ha estado aquí
y todos los Hombres le tienen por rival,
y todos los Hombres soportan su rostro, un rato.