La memoria hace que escuche el ramaje de los ríos
Y vele el raro pájaro que habita bajo la tierra.
Al abrigo de los árboles apretados de cablote
Los mausoleos se han convertido en alegoría.
Como siempre hay un sonido subterráneo de élitros;
La brisa pasa arrastrando hojas secas, papeles desteñidos,
Y diciendo que en ese sitio no hay nadie. Sólo muertos.
En cada antigua lápida me reconozco: en su cruz lenta,
Mientras permanecen extendidas como alas mudas
Desde el hueco de la tierra. Ahí se mira caldear
La propia imagen y se inventan epitafios crepusculares
Que hablan de libertad y del sudario azul de la mañana.
Los epitafios siempre dicen algo del sonido
Que está bajo la piel; por eso se modelan las tumbas
Con las yemas de los dedos. Las mismas. Las mías
Después de dos mil años: húmedas en el invierno certifican:
Que el canto de la carne prosigue en la memoria.
Cuando regreso de mi descenso la vida arde, libre…