El candil

Más ha de quinientos años,
en una torcida calle,
que de Sevilla, en el centro,
da paso a otras principales;

Cerca de la media noche,
cuando la ciudad más grande
es de un grande cementerio
en silencio y paz imagen;

De dos desnudas espadas
que trababan un combate,
turbó el repentino encuentro
las tinieblas impalpables.

El crujir de los aceros
sonó por breves instantes,
lanzando azules centellas,
meteoro de desastres.

Y al gemido, ¡Dios me valga!
¡Muerto soy! Y al golpe grave
de un cuerpo que a tierra vino,
el silencio y paz renacen.

Al punto una ventanilla
de un pobre casuco abren;
y, de tendones y, huesos,
sin jugo, como sin carne,

Una mano y brazo asoman,
que sostienen por el aire
un candil, cuyos destellos
dan luz súbita a la calle.

En pos un rostro aparece
de gomia o bruja espantable
a que otra marchita mano
o cubre o da sombra en parte.

Ser dijérase la muerte
que salía a apoderarse
de aquella víctima humana
que acababan de inmolarle;

O de la eterna justicia,
de cuyas miradas nadie
consigue ocultar un crimen,
el testigo formidable.

Pues a la llama mezquina,
con el ambiente ondeante,
que dando luz roja al muro
dibujaba desiguales.

Los tejados y azoteas
sobre el oscuro celaje,
dando fantásticas formas
a esquinas y bocacalles.

Se vio en medio del arroyo,
cubierto de lodo y sangre,
el negro bulto tendido
de un traspasado cadáver.

Y de pie a su frente un hombre,
vestido negro ropaje,
con una espada en la mano,
roja hasta los gavilanes.

El cual, en el mismo punto,
sorprendido de encontrarse
bañado de luz, esconde
la faz en su embozo, y parte.

Aunque no como el culpado
que se fuga por salvarse,
sino como el que inocente,
mueve tranquilo el pie y grave.

Al andar, sus choquezuelas
formaban ruido notable,
como el que forman los dados
al confundirse y mezclarse.

Rumor de poca importancia
en la escena lamentable,
mas de tan mágico efecto,
y de un influjo tan grande.

En la vieja, que asomaba
el rostro y luz a la calle,
que, cual si oyera el silbido
de venenosa ceraste,

O crujir las negras alas
del precipitado Arcángel,
grita en espantoso aullido,
¡Virgen de los Reyes, valme!

Suelta el candil, que en las piedras
se apaga y aceite esparce,
y cerrando la ventana
de un golpe, que la deshace,

Bajo su mísero lecho
corre a tientas a ocultarse,
tan acongojada y yerta,
que apenas sus pulsos laten.

Por sorda y ciega haber sido
aquellos breves instantes,
la mitad diera gustosa
de sus días miserables:

Y hubiera dado los días
de amor y dulces afanes
de su juventud, y dado
las caricias de sus padres,

Los encantos de la cuna,
y… en fin, hasta lo que nadie
enajena, la esperanza,
bien solo de los mortales:

Pues lo que ha visto la abruma,
y la aterra lo que sabe,
que hay vistas, que son peligros,
y aciertos que muerte valen.


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Poema El candil - Duque de Rivas