Dijo don Pedro, y alzando
altivo la osada frente,
su pupila irreverente
en don Ramiro clavó;
y al resplandor que una lámpara
por todo el ámbito vierte,
la palidez de la muerte
en su semblante miró.
Amarillentos los labios,
sarcásticos, contraídos,
los ojos entumecidos
con vidriosa brillantez
como cuévanos las sienes,
la pestaña entrecerrada,
la mejilla descarnada,
descolorida la tez…
Con afán y sobresalto
don Pedro llegó hasta el lecho
y una mano sobre el pecho
de don Ramiro posó;
mas al ver que ya no late
su corazón frío y yerto,
dijo: -¡Desdichado, ha muerto!
¡Su conciencia le mató!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
¡La Conciencia! ¡Y hay quien duda
de la existencia del alma,
morando ese quid divinum
en nuestro mísero ser!
¿Por qué el criminal entonces
vive sin paz y sin calma
y le atormenta el recuerdo
de sus víctimas de ayer?
¿Por qué ha de sentir el hombre,
si en él, como en una roca,
no deja impresión alguna
la brisa ni el huracán?
¿Qué fuerza del mal le aleja?
¿Qué fuerza al bien le provoca
y a la perfección le impele
con inextinguible afán?
¡Tú sólo, Conciencia, azote
del reo, del justo palma,
estrella polar del alma
que eterna gira hacia ti!
¡Tú sólo! Y cuando te niega
el humano entendimiento,
tú, con un remordimiento
le respondes: ¡Heme aquí!
Confuso quedó don Pedro
junto al lecho mortuorio,
el pensamiento sumido
en honda meditación,
admirando de la vida
lo fugaz y transitorio
y sintiendo en su conciencia
un dulce afán de perdón.
Entonces vio deslizarse
toda su vida pasada
en el crimen malgastada,
carcomida de pesar,
y anhelaba una existencia
para el resto de sus días
de esas santas alegrías
que suele el amor brindar.
Y paraba la memoria
en su doña Elvira amada,
dirigiendo una mirada
al cielo, que a buscar fue;
pero un imán poderoso
que a su pupila se aferra,
lo hace mirar a la tierra
con más ahínco y más fe.
Y es que doña Dulce llora
su orfandad y desconsuelo
sobre el helado cadáver
del que su padre llamó.
-¡Padre, padre mío! – exclama;
¡Me dejas sola en el suelo!
¿Me dejas sola, mi padre,
y no he de morirme yo?-
¡Pobre niña, condenada
antes ya de que nacieras
a vivir sacrificada
de una traición al poder,
de tu pena a la amargura
paz ni alivio en vano esperas!
¡Ni consuelo, ni ventura
ni descanso has de tener!
Llora, doña Dulce bella;
llora, doña Dulce, llora,
porque don Pedro te adora
desde que tu faz miró…
¡Triste herencia de tu madre,
su hermosura fue tu ornato,
y él que vio en ti su retrato
como a tu madre te amó!