Vuelve la tarde
cuando el niño polvoriento se echa al río
y suena su peso en las nubes
como un fresco morado distinto
que abre suavemente los ojos de la mujerzuela
sentada huesuda y eterna en el parque.
Dónde estará mi sombrero, pregunta
con el único zapato interrogante que tiene,
y se pone a crear de otro modo su verde sombrero,
mientras el niño patalea dulce
perdido en un extraño, en un sordo silencio
que no puede penetrar ni la música del último crimen.
Sonando hacia el mar el domingo
desprende su pasión cristalina
en aciagos danzones de angustiosa patria,
y la imagen del mundo como el nombre
guardado en la oscura garganta de un ciego
empieza a buscar su tamaño, su olor, sus colores.
Yo dije que vuelve el deseo,
pero la tarde es inmóvil como todo transeúnte
o melancólico bufón de sí mismo,
y al expresar un banco, un laurel o una tela soñada
que hasta entonces no tuvo concreto frenesí,
es idéntica y sigue brotando, esencial, de mi provincia.