A ti, enterrado en otra tierra
Perdidos, ¡ay, perdidos!
los niños de la luz por las rotas ciudades
donde las albas lentas tienen sabor a muerto
y los perros sin amo ladran a las ruinas;
cuando los ateridos
hombres locos maldicen en las oscuridades,
se vuelcan los caballos sobre el vientre desierto
y solamente fulgen guadañas repentinas;
entonces, que es ahora,
pienso en ti, en esa noble osamenta abonando
trigos merecedores de más verdes alturas,
árboles que susurren tu nombre dignamente,
y otro cielo, otra aurora
por los que te encontrarás tranquilo, descansando,
viéndote en largo sueño remontar las llanuras,
hacia un clamor de torres erguidas al poniente.
Pienso en ti, grave, umbrío,
el más hondo rumor que resonara a cumbre,
condolido de encinas, llorado de pinares,
hermano para aldeas, padre para pastores;
pienso en ti, triste río,
pidiéndote una mínima flor de mansedumbre,
ser barca de tus pobres orillas familiares
y un poco de esa leña que hurtan tus cazadores.
Descansa, desterrado
corazón, en la tierra dura que involuntaria
recibió el riego humilde de tu mejor semilla.
Sobre difuntos bosques va el campo venidero.
Descansa en paz, soldado.
Siempre tendrá tu sueño la gloria necesaria:
álamos españoles hay fuera de Castilla,
Guadalquivir de cánticos y lágrimas del Duero.
En el Totoral
(Córdoba de América), 1940, junio
Duerme, vuela, reposa: ¡También, se muere el mar!
Federico García Lorca