Canto ii

Pónese la discordia que entre los caciques de Arauco hubo sobre
La elección del Capitán General, y el medio que se tomó por el consejo
Del Cacique Colocolo, con la entrada que por engaño los bárbaros
Hicieron en la casa fuerte de Tucapel, y la batalla que con
Los españoles tuvieron.

Muchos hay en el mundo que han llegado
A la engañosa alteza desta vida,
Que Fortuna los ha siempre ayudado
Y dádoles la mano a la subida,
Para después de haberlos levantado,
Derribarlos con mísera caída,
Cuando es mayor el golpe y sentimiento
Y menos el pensar que hay mudamiento.

No entienden con la próspera bonanza
Que el contento es principio de tristeza;
Ni miran en la súbita mudanza
Del consumidor tiempo y su presteza;
Mas con altiva y vana confianza
Quieren que en su fortuna haya firmeza;
La cual, de su aspereza no olvidada,
Revuelve con la vuelta acostumbrada.

Con un revés de todo se desquita,
Que no quiere que nadie se le atreva,
Y mucho más que da siempre les quita,
No perdonando cosa vieja y nueva;
De crédito y de honor los necesita:
Que en el fin de la vida está la prueba,
Por el cual han de ser todos juzgados,
Aunque lleven principios acertados.

Del bien perdido, al cabo) qué nos queda
Sino pena, dolor y pesadumbre?
Pensar que en él Fortuna ha de estar queda,
Antes dejará el sol de darnos lumbre:
Que no, es su condición fijar la rueda,
Y es malo de mudar vieja costumbre;
El más seguro bien de la Fortuna
Es no haberla tenido vez alguna.

Esto verse podrá por esta historia:
Ejemplo dello aquí puede sacarse,
Que no bastó riqueza, honor y gloria
Con todo. el bien que puede desearse
A llevar adelante la vitoria;
Que el claro cielo al fin vino a turbarse,
Mudando la Fortuna en triste estado
El curso y orden próspera del hado.

La gente nuestra ingrata se hallaba
En la prosperidad que arriba cuento,
Y en otro mayor bien que me olvidaba,
Hallado en pocas casas, que es contento:
De tal manera en él se descuidaba
( cierta señal de triste acaecimiento)
Que en una hora perdió el honor y estado
Que en mil años de afán había ganado.

Por dioses, como dije, eran tenidos
De los indios los nuestros; pero olieron
Que de mujer y hombre eran nacidos,
Y todas sus flaquezas entendieron;
Viéndolos a miserias sometidos
El error inorante conocieron,
Ardiendo en viva rabia avergonzados
Por verse de mortales conquistados.

No queriendo a más plazo diferirlo
Entre ellos comenzó luego a tratarse
Que, para en breve tiempo concluirlo
Y dar el modo y orden de vengarse
Se junten a consulta a difinirlo:
Do venga la sentencia a pronunciarse,
Dura, ejemplar, cruel, irrevocable,
Horrenda a todo el mundo y espantable.

Iban ya los caciques ocupando
Los campos con la gente que marchaba:
Y no fue menester general bando,
Que el deseo de la guerra los llamaba
Sin promesas ni pagas, deseando
El esperado tiempo que tardaba,
Para el decreto y áspero castigo
Con muerte y destruición del enemigo.

De algunos que en la junta se hallaron
Es bien que haya memoria de sus nombres,
Que, siendo incultos bárbaros, ganaron
Con no poca razón claros renombres,
Pues en tan breve término alcanzaron
Grandes vitorias de notables hombres,
Que dellas darán fe los que vivieren,
Y los muertos allá donde estuvieren.

Tucapel se llamaba aquel primero
Que al plazo señalado había venido;
Éste fue de cristianos carnicero,
Siempre en su enemistad endurecido:
Tiene tres mil vasallos el guerrero,
De todos como rey obedecido.
Ongol luego llegó, mozo valiente:
Gobierna cuatro mil, lucida gente.

Cayocupil, cacique bullicioso,
No fue el postrero que dejó su tierra,
Que allí llegó el tercero, deseoso
De hacer a todo el mundo él solo guerra;
Tres mil vasallos tiene este famoso,
Usados tras las fieras en la sierra.
Millarapué, aunque viejo, el cuarto vino
Que cinco mil gobierna de contino.

Paicabí se juntó aquel mismo día,
Tres mil diestros soldados señorea.
No lejos Lemolemo dél venía,
Que tiene seis mil hombres de pelea.
Mareguano, Gualemo y Lebopía
Se dan priesa a llegar, porque se vea
Que quieren ser en todo, los primeros;
Gobiernan estos tres mil guerreros.

No se tardó en venir, pues, Elicura
Que al tiempo y plazo puesto había llegado,
De gran cuerpo, robusto en la hechura,
Por uno de los fuertes reputado:
Dice que ser sujeto es gran locura
Quien seis mil hombres tiene a su mandado.
Luego llegó el anciano Colocolo;
Otros tantos y más rige éste solo.

Tras éste a la consulta Ongolmo viene,
Que cuatro mil guerreros gobernaba.
Purén en arribar no se detiene:
Seis mil súbditos, éste administraba.
Pasados de seis mil Lincoya tiene,
Que bravo y orgulloso ya llegaba,
Diestro, gallardo, fiero en el semblante,
De proporción y altura de gigante.

Peteguelén, cacique señalado,
Que el gran valle de Arauco le obedece
Por natural señor, y así el Estado
Este nombre tomó, según parece,
Como Venecia, pueblo libertado,
Que en todo aquel gobierno más florece,
Tomando en nombre dél la señoría,
Así guarda el Estado el nombre hoy día.

Este no se halló personalmente
Por estar impedido de cristianos;
Pero de seis mil hombres que el valiente
Gobierna, naturales araucanos,
Acudió desmandada alguna gente
A ver si es menester mandar las manos.
Caupolicán el fuerte no venía,
Que toda Pilmaiquén le obedecía.

Tomé y Andalicán también vinieron,
Que eran del araucano regimiento,
Y otros muchos caciques acudieron,
Que por no ser prolijo no los cuento.
Todos con leda faz se recibieron,
Mostrando en verse juntos gran contento.
Después de razonar en su venida,
Se comenzó la espléndida comida.

Al tiempo que el beber furioso andaba
Y mal de las tinajas el partido,
De palabra en palabra se llegaba
A encenderse entre todos gran ruido:
La razón uno de otro no escuchaba,
Sabida la ocasión do había nacido;
Vino sobre cuál era el más valiente
Y digno del gobierno de la gente.

Así creció el furor, que derribando
Las mesas, de manjares ocupadas,
Aguijan a las armas, desgajando
Las ramas al depósito obligadas;
Y dellas se aperciben, no cesando
Palabras peligrosas y pesadas,
Que atizaban la cólera encendida
Con el calor del vino y la comida.

El audaz Tucapel claro decía
Que el cargo del mandar le pertenece;
Pues todo el universo conocía
Que si va por valor, que lo merece:
” Ninguno se me iguala en valentía;
De mostrarlo estoy presto si se ofrece,
( añade el jactancioso) a quien quisiere;
Y a aquel que esta razón contradijere…”

Sin dejarle acabar dijo Elicura;
” A mí es dado el gobierno desta danza,
Y el simple que intentare otra locura,
Ha de probar el hierro de mi lanza”.
Ongolmo, que el primero ser procura,
Dice: “Yo no he perdido la esperanza
En tanto que este brazo sustentare,
Y con él la ferrada gobernare”.

De cólera Lincoya y rabia insano
Responde: “Tratar deso es devaneo,
Que ser señor del mundo es en mi mano,
Si en ella libre este bastón poseo”.
“Ninguno, dice Angol, será tan vano
Que ponga en igualárseme el deseo:
Pues es más el temor que pasaría,
Que la gloria que el hecho le daría”.

Cayocupil, furioso y arrogante
La maza esgrime, haciéndose a lo largo,
Diciendo: ” Yo veré quién es bastante
A dar de lo que ha dicho más descargo:
Haceos los pretensores adelante,
Veremos de cuál dellos es el cargo;
Que de probar aquí luego me ofrezco,
Que más que todos juntos lo merezco”.

“Alto, sús que yo aceto el desafío
(responde Lemolemo), y tengo en nada
Poner a nueva prueba lo que es mío,
Que más quiero librarlo por la espada:
Mostrar ser verdad lo que porfío,
A dos, a cuatro, a seis en la estacada;
Y si todos quistión queréis conmigo,
Os haré manifiesto lo que digo”.

Purén, que estaba aparte, habiendo oído
La plática enconosa y rumor grande,
Diciendo, en medio dellos se ha metido,
Que nadie en su presencia se desmande.
Y ¿quién a imaginar es atrevido
Que donde está Purén más otro mande?
La grita y el furor se multiplica:
Quién esgrime la maza, y quién la pica.

Tomé y otros caciques se metieron
En medio destos bárbaros de presto,
Y con dificultad los despartieron,
Que no hicieron poco en hacer esto:
De herirse lugar aún no tuvieron,
Y en voz airada, ya el temor pospuesto,
Colocolo, el cacique más anciano,
A razonar así tomó la mano:

“Caciques, del Estado defensores,
Codicia de mandar no me convida
A pesarme de veros pretensores
De cosa que a mí tanto era debida;
Porque, según mi edad, ya veis, señores,
Que estoy al otro mundo de partida;
Mas el temor que siempre os he mostrado,
A bien. aconsejaros me ha incitado.

¿Por qué cargos honrosos pretendemos,
Y ser en opinión grande tenidos,
Pues que negar al mundo no podemos
Haber sido sujetos y vencidos?
Y en esto averiguarnos no queremos,
Estando aún de españoles oprimidos:
Mejor fuera esa furia ejecutalla,
Contra el fiero enemigo en la batalla.

“¿Qué furor es el vuestro, ¡oh araucanos!,
Que a perdición os lleva sin sentillo?
¿Contra vuestras entrañas tenéis manos,
Y no contra el tirano en resistillo?
Teniendo tan a golpe a los cristianos,
¿volvéis contra vosotros el cuchillo?
Si gana de morir os ha movido,
No sea en tan bajo estado v abatido.

“Volved las armas y ánimo furioso
A los pechos de aquellos que os han puesto
En dura sujeción, con afrentoso
Partido, a todo el mundo manifiesto;
Lanzad de vos el yugo vergonzoso,
Mostrad vuestro valor y fuerza en esto:
No derraméis la sangre del Estado
Que para redimirnos ha quedado.

“No me pesa de ver la lozanía
De vuestro corazón, antes me esfuerza;
Mas temo que esta vuestra valentía
Por mal gobierno el buen camino tuerza;
Que, vuelta entre nosotros la porfía,
Degolléis vuestra patria con su fuerza:
Cortad, pues, si ha de ser desa manera,
Esta vieja garganta la primera.

“Que esta flaca persona, atormentada
De golpes de fortuna, no procura
Sino el agudo filo de una espada,
Pues no la acaba tanta desventura.
Aquella vida es bien afortunada
Que la temprana muerte la asegura;
Pero a nuestro bien público atendiendo,
Quiero decir en esto lo que entiendo.

“Pares sois en valor y fortaleza;
El cielo os igualó en el nacimiento;
De linaje, de estado y de riqueza
Hizo a todos igual repartimiento;
Y en singular por ánimo y grandeza
Podéis tener del mundo el regimiento:
Que este gracioso don, no agradecido,
Nos ha al presente término traído.

“En la virtud de vuestro brazo
Espero que puede en breve tiempo remediarse;
Mas ha de haber un capitán primero,
Que todos por él quieran gobernarse;
Éste será quien más un gran madero
Sustentare en el hombro sin pararse;
Y pues que sois iguales en la suerte,
Procure cada cual de ser más fuerte”.

Ningún hombre dejó de estar atento
Oyendo del anciano las razones;
Y puesto ya silencio al parlamento
Hubo entre ellos diversas opiniones:
Al fin, de general consentimiento
Siguiendo las mejores intenciones,
Por todos los caciques acordado
Lo propuesto del viejo fue acetado.

Podría de alguno ser aquí una cosa
Que parece sin término notada,
Y es que en una provincia poderosa,
En la milicia tanto ejercitada,
De leyes y ordenanzas abundosa,
No hubiese una cabeza señalada
A quien tocase el mando y regimiento,
Sin allegar a tanto rompimiento.

Respondo a esto que nunca sin caudillo
La tierra estuvo, electo del senado.;
Que, como dije, en Penco el Ainavillo
Fue por nuestra nación desbaratado,
Y viniendo de paz, en un castillo
Se dice, aunque no es cierto, que un bocado
Le dieron de veneno en la comida,
Donde acabó su cargo con la vida.

Pues el madero súbito traído,
(no me atrevo a decir lo que pesaba),
Que era un macizo líbano fornido
Que con dificultad se rodeaba:
Paicabí le aferró menos sufrido,
Y en los valientes hombros le afirmaba;
Seis horas lo sostuvo aquel membrudo,
Pero llegar a siete jamás pudo.

Cayocupil al tronco aguija presto,
De ser el más valiente confiado,
Y encima de los altos hombros puesto
Lo deja a las cinco horas de cansado;
Gualemo lo probó, joven dispuesto,
Mas no paso de allí; y esto acabado,
Angol el grueso leño tomó luego,
Duró seis horas largas en el juego.

Purén tras él lo trujo medio día
Y el esforzado Ongolmo más de medio;
Y cuatro horas y media Lebopía,
Que de sufrirlo más no hubo remedio.
Lemolemo siete horas le traía,
El cual jamás en todo este comedio
Dejó de andar acá y allá saltando
Hasta que ya el vigor le fue faltando.

Elicura a la prueba se previene,
Y en sustentar el líbano trabaja;
A nueve horas dejarle le conviene,
Que no pudiera más si fuera paja.
Tucapelo catorce lo sostiene,
Encareciendo todos la ventaja;
Pero en esto Lincoya apercibido
Mudó en un gran silencio aquel ruido.

De los hombros el manto, derribando
Las terribles espaldas descubría,
Y el duro y grave leño levantando,
Sobre el fornido asiento lo ponía:
Corre ligero aquí y allí mostrando
Que poco aquella carga le impedía:
Era de sol a sol el día pasado,
Y el peso sustentaba aún no cansado.

Venía aprisa la noche, aborrecida
Por la ausencia del sol; pero Diana
Les daba claridad con su salida,
Mostrándose a tal tiempo más lozana;
Lincoya con la carga no convida,
Aunque ya despuntaba la mañana,
Hasta que llegó el sol al medio cielo,
Que dio con ella entonces en el suelo.

No se vio allí persona en tanta gente
Que no quedase atónita de espanto,
Creyendo no haber hombre tan potente
Que la pesada carga sufra tanto:
La ventaja le daban juntamente
Con el gobierno, mando, y todo cuanto
A digno general era debido,
Hasta allí justamente merecido.

Ufano andaba el bárbaro contento
De haberse más que todos señalado,
Cuando Caupolicán a aquel asiento,
Sin gente, a la ligera, había llegado:
Tenía un ojo sin luz de nacimiento
Como un fino granate colorado,
Pero lo que en la vista le faltaba,
En la fuerza y esfuerzo le sobraba.

Era este noble mozo de alto hecho,
Varón de autoridad, grave y severo,
Amigo de guardar todo derecho,
Áspero y riguroso, justiciero;
De cuerpo grande y relevado pecho,
Hábil, diestro, fortísimo y ligero,
Sabio, astuto, sagaz, determinado,
Y en casos de repente reportado.

Fue con alegre muestra recebido,
Aunque no sé si todos se alegraron:
El caso en esta suma referido
Por su término y puntos le contaron.
Viendo que Apolo ya se había escondido
En el profundo mar, determinaron
Que la prueba de aquél se dilatase
Hasta que la esperada luz llegase.

Pasábase la noche en gran porfía
Que causó esta venida entre la gente:
Cuál se atiene a Lincoya, y cuál decía
Que es el Caupolicano más valiente;
Apuestas en favor y contra había:
Otros, sin apostar, dudosamente,
Hacia el oriente vueltos aguardaban
Si los febeos caballos asomaban.

Ya la rosada Aurora comenzaba
Las nubes a bordar de mil labores,
Y a la usada labranza despertaba
La miserable gente y labradores,
Y a los marchitos campos restauraba
La frescura perdida y sus colores,
Aclarando aquel valle la luz nueva,
Cuando Caupolicán viene a la prueba.

Con un desdén y muestra confiada
Asiendo del troncón duro y ñudoso,
Como si fuera vara delicada,
Se le pone en el hombro poderoso.
La gente enmudeció, maravillada
De ver el fuerte cuerpo tan nervoso;
La color a Lincoya se le muda,
Poniendo en su vitoria mucha duda.

El bárbaro sagaz de espacio andaba,
Y a toda prisa entraba el claro día;
El sol las largas sombras acortaba,
Mas él nunca descrece en su porfía;
Al ocaso la luz se retiraba
Ni por esto flaqueza en él había;
Las estrellas se muestran claramente,
Y no muestra cansancio aquel valiente.

Salió la clara luna a ver la fiesta
Del tenebroso albergue húmido y frío
Desocupando el campo y la floresta
De un negro velo lóbrego y sombrío:
Caupolicán no afloja de su apuesta,
Antes con mayor fuerza y mayor brío
Se mueve y representa de manera
Como si peso alguno no trujera.

Por entre dos altísimos ejidos
La esposa de Titón ya parecía,
Los dorados cabellos esparcidos
Que de la fresca helada sacudía,
Con que a los mustios prados florecidos
Con el húmido Humor reverdecía,
Y quedaba engastado así en las flores,
Cual perlas entre piedras de colores.

En el carro de Faetón sale corriendo
Del mar por el camino acostumbrado:
Sus sombras van los montes recogiendo
De la vista del sol, y el esforzado
Varón, el grave peso sosteniendo,
Acá y allá se mueve no cansado,
Aunque otra vez la negra sombra espesa
Tornaba a parecer corriendo apriesa.

La luna su salida provechosa
Por un espacio largo dilataba;
Al fin, turbia, encendida y perezosa,
De rostro y luz escasa se mostraba;
Paróse al medio curso más hermosa
A ver la extraña prueba en qué paraba,
Y viéndola en el punto y ser primero,
Se derribó en el ártico hemisfero.

Y el bárbaro, en el hombro la gran viga,
Sin muestra de mudanza y pesadumbre,
Venciendo con esfuerzo la fatiga,
Y creciendo la fuerza por costumbre.
Apolo en seguimiento de su amiga
Tendido había los rayos de su lumbre;
Y el hijo de Leocán, en el semblante
Más firme que al principio y más constante.

Era salido el sol, cuando el inorme
Peso de las espaldas despedía,
Y un salto dio en lanzándole disforme,
Mostrando que aún más ánimo tenía:
El circunstante pueblo en voz conforme
Pronunció la sentencia y le decía:
” Sobre tan firmes hombros descargamos
El peso y grave cargo que tomamos”.

El nuevo juego y pleito difinido,
Con las más cerimonias que supieron
Por sumo capitán fue recibido,
Y a su gobernación se sometieron;
Creció en reputación, fue tan temido
Y en opinión tan grande le tuvieron,
Que ausentes muchas leguas dél temblaban
Y casi como a rey le respetaban.

Es cosa en que mil gentes han parado,
Y están en duda muchos hoy en día,
Pareciéndoles que esto que he contado
Es alguna fición y poesía:
Pues en razón no cabe que un senado
De tan gran diciplina y pulicía
Pusiese una elección de tanto peso
En la robusta fuerza y no en el seso.

Sabed que fue artificio, fue prudencia
Del sabio Colocolo, que miraba
La dañosa discordia y diferencia
Y el gran peligro en que su patria andaba,
Conociendo el valor y suficiencia
Deste Caupolicán que ausente estaba,
Varón en cuerpo y fuerzas extremado,
De rara industria y ánimo dotado.

Así propuso, astuta y sabiamente,
Para que la elección se dilatase,
La prueba al parecer impertinente
En que Caupolicán se señalase,
Y en esta dilación tan conveniente
Dándole aviso, a la elección llegase,
Trayendo así el negocio por rodeo
A conseguir su fin y buen deseo.

Celebraba con pompa allí el senado
De la justa eleción la fiesta honrosa,
Y el nuevo capitán, ya con cuidado
De dar principio a alguna grande cosa,
Manda a Palta, sargento, que, callado,
De la gente más presta y animosa
Ochenta diestros hombres aperciba

Fueron, pues, escogidos los ochenta
De más esfuerzo y menos conocidos;
Entre ellos dos soldados de gran cuenta
Por quien fuesen mandados y regidos,
Hombres diestros, usados en afrenta,
A cualquiera peligro apercibidos:
El uno se llamaba Cayeguano,
El otro Alcatipay de Talcaguano.

Tres castillos los nuestros ocupados
Tenían para el seguro de la tierra,
De fuertes y anchos muros fabricados,
Con foso que los ciñe en torno y cierra,
Guarnecidos de pláticos soldados
Usados al trabajo de la guerra,
Caballos, bastimento, artillería,
Que en espesas troneras asistía.

Estaba el uno cerca del asiento
Adonde era la fiesta celebrada;
Y el araucano ejército contento,
Mostrando no tener al mundo en nada,
Que con discurso vano y movimiento
Quería llevarlo todo a pura espada;
Pero Caupolicán más cuerdamente
Trataba del remedio conveniente.

Había entre ellos algunas opiniones
De cercar el castillo más vecino;
Otros, que con formados escuadrones
A Penco enderezasen el camino:
Dadas de cada parte sus razones,
Caupolicán en nada desto vino,
Antes al pabellón se retiraba,
Y a los ochenta bárbaros llamaba.

Para entrar al castillo fácilmente
Les da industria y manera disfrazada,
Con expresa instrucción que plaza y gente
Metan a fuego y a rigor de espada,
Porque él luego tras ellos diligente
Ocupar los pasos y la entrada,
Después de haberlos bien amonestado,
Pusieron en efeto lo tratado.

Era en aquella plaza y edificio
La entrada a los de Arauco defendida,
Salvo los necesarios al servicio
De la gente española, estatuida
A la defensa della y ejercicio
De la fiera Belona embravecida;
Y así los cautos bárbaros soldados
De heno, yerba y leña iban cargados.

Sordos a las demandas y preguntas
Siguen su intento y el camino usado,
Las cargas en hilera y orden juntas,
Habiendo entre los haces sepultado
Astas fornidas de ferradas puntas;
Y así contra el castillo, descuidado
Del encubierto engaño, caminaban
Y en los vedados límites entraban.

El puente, muro y puerta atravesando,
Miserables, los gestos afligidos,
Algunos de cansados cojeando,
Mostrándose marchitos y encogidos;
Pero dentro las cargas desatando,
Arrebatan las armas atrevidos,
Con amenaza, orgullo y confianza
De la esperada y súbita venganza.

Los fuertes españoles salteados,
Viendo la airada muerte tan vecina,
Corren presto a las armas, alterados
De la extraña cautela repentina,
Y a vencer o morir determinados,
Cuál con celada, cuál con coracina,
Salen a resistir la furia insana
De la brava y audaz gente araucana.

Asáltanse con ímpetu furioso
Suenan los hierros de una y otra parte:
Allí muestra su fuerza el sanguinoso
Y más que nunca embravecido Marte;
De vencer cada uno deseoso,
Buscaba nuevo modo, industria y arte
De encaminar el golpe de la espada
Por do diese a la muerte franca entrada.

La saña y el coraje se renueva
Con la sangre que saca el hierro duro:
Ya la española gente a la india lleva
A dar de las espaldas en el muro;
Ya el infiel escuadrón con fuerza nueva
Cobra el perdido campo mal seguro,
Que estaba de los golpes esforzados
Cubierto de armas, y ellos desarmados.

Viéndose en tanto estrecho los cristianos,
De temor y vergüenza constreñidos,
Las espadas aprietan en las manos
En ira envueltos y en furor metidos;
Cargan sobre los fieros araucanos
Por el ímpetu nuevo enflaquecidos;
Entran en ellos, hieren y derriban,
Y a muchos de cuidado y vida privan.

Siempre los españoles mejoraban
Haciendo fiero estrago y tan sangriento
En los osados indios, que pagaban
El poco seso y mucho atrevimiento;
Casi defensa en ellos no hallaban;
Pierden la plaza y cobran escarmiento:
Al fin de tal manera los trataron
Que afuera de los muros los lanzaron.

Apenas Cayeguán y Talcaguano
Salían, cuando con paso apresurado
Asomó el escuadrón caupolicano
Teniendo el hecho ya por acabado;
Mas viendo el esperado efeto vano
Y el puente del castillo levantado,
Pone cerco sobre él, con juramento
De no dejarle piedra en el cimiento.

Sintiendo un español mozo que había
Demasiado temor en nuestra gente,
Más de temeridad que de osadía
Cala sin miedo y sin ayuda el puente,
Y puesto en medio dél, alto decía:
“Salga adelante, salga el más valiente:
Uno por uno a treinta desafío,
Y a mil no negaré este cuerpo mío”.

No tan presto las fieras acudieron
Al bramar de la res desamparada,
Que de lejos sin orden conocieron
Del pueblo y moradores apartada,
Como los araucanos cuando oyeron
Del valiente español la voz osada,
Partiendo más de ciento presurosos
Del lance y cierta presa codiciosos.

No porque tantos vengan temor tiene
El gallardo español, ni esto le espanta,
Antes al escuadrón que espeso viene
Por mejor recibirle se adelanta:
El curso enfrena, el ímpetu detiene
De los fieros contrarios, que con tanta
Furia se arroja entre ellos sin recelo,
Que rodaron algunos por el suelo.

De dos golpes a dos tendió por tierra,
La espada revolviendo a todos lados:
Aquí esparce una junta, y allí cierra
Adonde ve los más amontonados;
Igual andaba la desigual guerra
Cuando los españoles bien armados
Abriendo con presteza un gran postigo
Salen a la defensa del amigo.

Acuden los contrarios de otra parte,
Y en medio de aquel campo y ancho llano
Al ejercicio del sangriento Marte
Viene el bando español y el araucano;
La primera batalla se desparte,
Que era de ciento a un solo castellano:
Vuelven el crudo hierro no teñido
Contra los que del fuerte habían salido.
Arrójanse con furia, no dudando,
En las agudas armas de juntarse,
Y con las duras puntas van tentando
Las partes por do más pueden dañarse:
Cual los cíclopes suelen, martillando
En las vulcanas yunques, fatigarse,
Así martillan, baten y cercenan,
Y las cavernas cóncavas atruenan.

Andaba la vitoria así igualmente:
Más gran ventaja y diferencia había
En el número y copia de la gente,
Aunque el valor de España lo suplía;
Pero el soberbio bárbaro impaciente
Viendo que un nuestro a ciento resistía,
Con diabólica furia y movimiento
Arranca a los cristianos del asiento.

Los españoles, sin poder sufrillo,
Dejan el campo, y de tropel corriendo
Se lanzan por las puertas del castillo,
Al bárbaro la entrada resistiendo,
Levan el puente, calan el rastrillo,
Reparos y defensas preveniendo:
Suben tiros y fuegos a lo alto,
Temiendo el enemigo y fiero asalto.

Pero viendo ser todo perdimiento
Y aprovecharles poco o casi nada,
De voto y de común consentimiento
Su clara destruición considerada,
Acuerdan de dejar el fuerte asiento;
Y así en la escura noche deseada
Cuando se muestra el mundo más quieto
La partida pusieron en efeto.

A punto, estaban y a caballo cuando
Abren las puertas, derribando el puente
Y a los prestos caballos aguijando
El escuadrón embisten de la frente,
Rompen por él hiriendo y atropellando,
Y sin hombre perder, dichosamente
Arriban a Purén, plaza segura,
Cubiertos de la noche y sombra escura.

Mientras esto en Arauco sucedía,
En el pueblo de Penco, más vecino
Que a la sazón en Chile florecía,
Fértil de ricas minas de oro fino,
El capitán Valdivia residía,
Donde la nueva por el aire vino,
Que afirmaba con término asignado
La alteración y junta de Estado.

El común, siempre amigo de ruido,
La libertad y guerra deseando,
Por su parte alterado y removido,
Se va con este son desentonando:
Al servicio no acude prometido,
Sacudiendo la carga y levantando
La soberbia cerviz desvergonzada,
Negando la obediencia a Carlos dada.

Valdivia, perezoso y negligente,
Incrédulo, remiso y descuidado,
Hizo en la Concepción copia de gente,
M


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Poema Canto ii - Alonso De ercilla y Zúñiga