A maría del cielo

Y ya al pisar los últimos abrojos
De esta maldita senda peligrosa
Haz que ilumine espléndida mis ojos
De tu piedad la antorcha luminosa
García Gutiérrez.

Flor de Abraham que su corola ufana
Abrió al lucir de redención la aurora:
Tú del cielo y del mundo soberana,
Tú de vírgenes y ángeles Señora;

Tú que fuiste del Verbo la elegida
Para Madre del Verbo sin segundo,
Y con tu sangre se nutrió la vida,
Y con su sangre libertose el mundo:

Tú que del Hombre-Dios el sufrimiento,
Y el estertor convulso presenciaste,
Y en la roca del Gólgota sangriento
Una historia de lágrimas dejaste;

Tú, que ciñes diadema resplandente,
Y más allá de las bramantes nubes
Habitas un palacio transparente
Sostenido por grupo de querubes

Y es de luceros tu brillante alfombra
Donde resides no hay tiempo ni espacio,
Y la luz de ese sol es negra sombra
De aquella luz de tu inmortal palacio.

Y llenos de ternura y de contento
En tus ojos los ángles se miran,
Y mundos mil abajo de tu asiento
Sobre sus ejes de brillantes giran;

Tú que la gloria omnipotente huellas,
Y vírgenes y troncos en su canto
Te aclaman soberana, y las estrellas
Trémulas brillan en tu regio manto.

Aquí me tienes a tus pies rendido
Y mi rodilla nunca tocó el suelo;
Porque nunca Señora, le he pedido
Amor al mundo, ni piedad al cielo.

Que si bien dentro del alma he sollozado,
Ningún gemido reveló mi pena;
Porque siempre soberbio y desgraciado
Pisé del mundo la maldita arena.

Y cero, nulo en la social partida
Rodé al acaso en páramo infecundo,
Fue mi tesoro una arpa enronquecida
Y vagué sin objeto por el mundo.

Y solo por doquier, sin un amigo,
Viajé, Señora, lleno de quebranto,
Envuelto en mis harapos de mendigo,
Sin paz el alma, ni en los ojos llanto.

Pero su orgullo el corazón arranca,
Y hoy que el pasado con horror contemplo,
La cabeza que el crimen volvió blanca
Inclino en las baldosas de tu templo.

Si eres ¡oh Virgen! embustero mito,
Yo quiero hacer a mi razón violencia;
Porque creer en algo necesito,
Y no tengo, Señora una creencia.

¡Ay de mí! sin creencias en la vida,
Veo en la tumba la puerta de la nada,
Y no encuentro la dicha en la partida,
Ni la espero después de la jornada.

Dale, Señora, por piedad ayuda
A mi alma que el infierno está quemando:
El peor de los infierno… es la duda,
Y vivir no es vivir siempre dudando.

Si hay otra vida de ventura y calma,
Si no es cuento promesa tan sublime,
Entonces ¡por piedad! llévate el alma
Que en mi momia de barro se comprime.

Tú que eres tan feliz, debes ser buena;
Tú que te haces llamar Madre del hombre,
Si tu pecho no pena por mi pena,
No mereces a fe tan dulce nombre.

El alma de una madre es generosa,
Inmenso como Dios es su cariño:
Recuerda que mi madre bondadosa
A amarte me enseñó cuando era niño.

Y de noche en mi lecho se sentaba
Y ya desnudo arrodillar me hacía,
Y una oración sencilla recitaba,
Que durmiéndome yo la repetía.

Y sonriendo te miraba en sueños,
Inmaculada Virgen de pureza,
Y un grupo veía de arcángeles pequeños
En torno revolar de tu cabeza.

Mi juventud, Señora, vino luego,
Y cesaron mis tiernas oraciones;
Porque en mi alma candente como el fuego,
Rugió la tempestad de las pasiones.

Es amarga y tristísima mi historia;
En mis floridos y mejores años,
Ridículo encontró, buscando gloria,
Y en lugar del amor los desengaños.

Y yo que tantas veces te bendije,
Despechado después y sin consuelo,
Sacrílego, Señora, te maldije
Y maldije también al santo cielo.

Y con penas sin duda muy extrañas
Airado el cielo castigarme quiso
Porque puse el infierno en mis entrañas;
Porque puso en mi frente el paraíso.

Quise encontrar a mi dolor remedio
Y me lancé del vicio a la impureza,
Y en el vicio encontré cansancio y tedio,
Y me muero, Señora, de tristeza.

Y viejo ya, marchita la esperanza,
Llego a tus pies arrepentido ahora,
Virgen que todo del Señor alcanza,
Sé tú con el Señor mi intercesora.

Dile que horrible la expiación ha sido,
Que horribles son las penas que me oprimen;
Dile también, Señora, que he sufrido
Mucho antes de saber lo que era crimen.

Si siempre he de vivir en la desgracia,
¿por qué entonces murió por mi existencia?
Si no quiere o no puede hacerme gracia,
¿dónde está su bondad y omnipotencia?

Perdón al que blasfema en su agonía,
Y haz que calme llorando sus enojos,
Que es horrible sufrir de noche y día
Sin que asome una lágrima a los ojos.

Quiero el llanto verter de que está henchido
Mi pobre corazón hipertrofiado,
Que si no lloro hasta quedar rendido
¡por Dios! que moriré desesperado.

¡Si comprendieras lo que sufro ahora!…
¡Aire! ¡aire! ¡infeliz! ¡que me sofoco!…
Se me revienta el corazón… ¡Señora!
¡Piedad!… ¡Piedad de un miserable loco!


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Poema A maría del cielo - Antonio Plaza