Tu presencia en mi sombra se divulga
como el vuelo de un pájaro escarlata
con el que un pardo atardecer comulga.
Y tu alegría matinal desata
un sonoro esplendor sobre mi vida;
es una esquila de cristal y plata
que, en silencio de muerte sacudida,
me lleva del pavor del Viernes Santo
al júbilo de la Pascua florida.
Absuelto el corazón de su quebranto,
con el hechizo de tu primavera,
se agita en rosicler y en amaranto.
Así pinta la nube – pasajera
en el navio ardiente de la aurora-
la habitual palidez de su bandera.
El instante de nuevo se avalora
con la esperanza nómada, que el día
pugna en fijar el ancla de la hora.
Vuelve el halago de la melodía
que la ilusión maravillada canta
en un crepuscular violín de Hungría.
Un conjuro se gesta en la garganta
a las pupilas de inquietud de onda
que abrió el Maligno en tu perfil de santa.
A la audacia le grito que se esconda
y a la emoción que siga en su retiro,
pues sólo tengo en tu belleza blonda
un sepulcro de oro a mi suspiro
y un sudario de nieve a mi deseo
-roto avión en escollos de zafiro.
En un milagro estoy: cuando te veo,
se deshace la hora en su segundo,
como el relámpago en su centelleo.
Me da la vida su ritmo profundo,
la pavesa interior sustenta llama
y un insólito abril me embruja el mundo.
Juventud, gracia, amor, es tu anagrama
claro, pero insoluble a mis delirios;
quisiera, para descifrar su trama,
ser jardinero, entre dulces martirios,
tras cómplice cortina de sonrojos
en tu regazo de rosas y lirios,
sobre tu boca de jacintos rojos,
y tardo sol de veraniego alarde,
demorado en las hiedras de tus ojos.
Y en un palmo de azul, sola tu huella,
alivia mi crepúsculo cobarde,
cual la paloma de Venus la bella,
suspensa en las cornisas de la tarde.