De todo lo que amé en días inconstantes
ya sólo van quedando
rastros,
marañas,
conjeturas,
pistas dudosas, vagas informaciones:
por ejemplo, la lluvia en la lucerna
de un cuarto triste de París,
la sombra rosa de los flamboyanes
engalanando a franjas la casa familiar de Camagüey,
aquellos taciturnos rastros de Babilonia
junto a los suntuosos barrizales del Éufrates,
un arcaico crepúsculo en las Islas Galápagos,
los prolijos fantasmas
de un memorable lupanar de Cádiz,
una mañana sin errores
ante la tumba de Ibn’ Arabi en un suburbio de Damasco,
el cuerpo de Manuela tendido entre los juncos de Doñana,
aquel café de Bogotá
donde iba a menudo con amigos que han muerto,
la gimiente tirantez del velamen
en la bordada previa a aquel primer naufragio…
Cosas así de simples y soberbias.
Pero de todo eso
¿qué me importa
evocar, preservar después de tan volubles
comparecencias del olvido?
Nada sino una sombra
cruzándose en la noche con mi sombra.