La realidad entera está en llamas, y no puedes mejorarla como frase. En los límites de la pérdida la realidad completa se aglomera en un hacinamiento volátil. Lo tuyo y lo de otro se consumen reclinadas contra la retina, puesto sobre la lisa palma de tu mano. Sólo el amor es la cosa grave, la gravedad la gravitación universal
del mundo,
en que con peso igual se queman Isaac Newton y una manzana. Nadie se baña dos veces en el mismo río, y tampoco puedes
mejorarlo como frase.
El mundo carece de sombra propia, la realidad es aceite en el que
flota tu corazón.
Hay puertas que se abren en el agua hirviendo: sales de un río
y entras a un río;
tus huesos tiritan de ignorancia bajo todos los umbrales, mientras
tu alma incauta
navega sustentada por desconocimientos y por plumas.
El silencio reúne elocuencia y peligrosidades del primer grado, con posibilidades de palabras que son florecimientos de la epidermis, llagas y colores varios apilados formando una torre negra. Tus
hermanos
los cadáveres se calcinan en ese silencio, y las estalagmitas
atraen relámpagos babeantes que nadie osa empuñar para el
sacrificio
de la realidad que se precipita sobre sí misma, con sus crepitaciones
y sus llamas.
Una playa de toallas secas a la orilla de la ducha rememora
crujiente
el paso de agua en que la realidad entera se comprime y entrega al enmugrecido inmóvil la ablusión de existir en dos instantes: en alabastro y en ónix, en la onomatopeya y en el miráculo, en la vida metafórica y en la muerte literal, en la cuna y en la cuja, llenas sus orejas del encajado frufrú de esas combinaciones. Las aves vuelan con las plumas encendidas, perforadoras del aire
combustible,
por cuyo sesgo cruzan sus demorados cuerpos hexagonales.
En los desiertos del sur la luz horada el polvo y levanta columnas
frágiles
que el viento se lleva en llamaradas. Y aun lo irreal apoya la cabeza contra la de un fósforo que estalla ante la fisión de la mirada,
presa también ella en un fuego inextinguible.
Perdonado por lo imperdonable, blasonado tu pecho con las
húmedas flores,
clorofilas y cadmios de tu ramo: agua que eres y que empuñas, fluir en que te miras y eres, impecablemente a la deriva,
conculcado.
Y sales absorto de la bacanal, con las manos lavadas y un velero rotando contra el viento de tu sueño. Esponjas que son dardos
buscan tu pecho,
y encuentran tu pecho, y cruzan tu pecho, y olvidan tu pecho en
sus huidas.
Nadie se ríe dos veces en el mismo baño, ni frota un cuerpo con
otro
sin multiplicarlo. La conclusión banal y trágica es que la soledad es imposible sin la ayuda de un espejo. Y sales perplejo de la
ermita, con las sienes heladas:
y sales del escritorio anonadado, con los fémures calados;
y sales del río y entras al río y sales del río,
por un abismo de expiación compuesto de trampolines y de pórticos.
Hay una hoguera en las doradas vísceras del cuy, la realidad
entera sufre
la mancha caliente de esa inacariciable mansedumbre. Tu casa
arde mientras duermes,
el mundo grita mientras reflexionas, los hornos gimen con las
bocas abiertas
agobiados por una ceniza que lacera tu frente perpleja, y flota
hacia el suelo verde
donde un millón de briznas se consumen para hacer una pradera.