El orgullo del cartaginés es bien conocido.
No voy a criticarlo ni a elogiarlo.
Tampoco acallaré las voces que lo condenan.
Demasiado conozco lo que guardan sus costas.
Pero es hora, creo, de llamar a las cosas por su nombre.
Vosotros, romanos, me conocéis.
Mi brazo ha estado siempre del lado de Roma.
En Asia y en el Ponto. En Grecia y en Alejandría.
Mal papel haría ahora retirando mis ejércitos.
Sin embargo, he de advertiros, romanos.
Pues el odio no suele presidir las buenas acciones,
Y la alegría combinada con el temor
Es causa del desastre.
No os comprendo, romanos.
Sois demasiado sutiles o demasiado ingenuos.
Y luego, vuestro Senado calla.
El astuto Livio ha ido a encerrarse en su palacio.
Una sorda conspiración, lo sé, ha comenzado a prepararse.
Ni yo ni mis mercenarios participamos en esto.
Fieles a nuestro acuerdo, nos mantenemos lejos de Roma,
Mientras cunde el pánico en todas partes, y turbas
Enloquecidas recorren las calles
Enarbolando consignas que apuntan a Cartago.
A todo esto, no hay preparativos de guerra,
Ni se anuncia el estado de excepción, ni marchan
Las legiones.
No puedo ver sino con recelo la ausencia de César