I
A esa lívida capa de niebla
le debemos algunos una parte de la vida.
Como si estuviera convocada para esa hora,
toda la tiza del colegio salía a recibirnos,
desfallecida, errada, disuelta
de su odioso trazo en los tableros,
repitiendo como un animal
que se revuelca en la tierra
todo el desgaste, la naciente sorna.
El miedo babeante
sobrevolaba ciego a la altura de los zapatos,
solícito, llegando a veces
a cubrir esas botas altas
que nos convertían en torpes o en héroes
un mismo día, y que desafiaban,
en época de lluvias, la profundidad de los charcos.
La ventaja de la niebla consistía en saber
que la bestia de la vocación comenzaba a tener miedo.
II
Empezamos a pisar palabras,
lápidas muy pronto: unas piedras
amarillas que aún olían a arena
mojada nos sepultaban, cada vez
que nos íbamos de vacaciones,
los lugares donde se condenaba
o se agradecía la miopía, la falta de pulso,
el arrojo, el tino; nos sepultaban
el único lenguaje que era capaz
de imponer su propio orden con la envenenada
punta de su magia
entre el misterioso comercio que giraba
en torno a la temporada de las bolas.
Supongo que el polvo que levantaban
nuestras disputas
molestaría la delicada garganta de los profesores,
y ellos por su parte supondrían
que nuestra forma de mirar
bajo las pesadas tapas de los pupitres
los desplazamientos de las tricolores
“influiría de una forma negativa
sobre un gran porcentaje de los alumnos”.
Nos fueron empedrando el corazón,
poco a poco, con esas piedras amarillas
que olían a arena, a devastadora cantera, que prohibieron
el rápido vuelo de las faldas y la dulce aparición
de las rodillas, y muy pronto
empezamos a caminar sobre el ardor
antiguo de los saqueados yacimientos.
III
Era amoroso ver a los niños
perderse en la niebla.
Pero era más amoroso
verlos aparecer
con una trabada saliva aventurera,
y oírlos relatar a los más pequeños
los animales tremendos
que habían visto, tocado, vencido.
IV
¿Cómo pasar un domingo de julio
frente al antiguo colegio
sin dejar de timbrar varias veces
con la insistencia del castigado,
y quedarse quieto escuchando
el amargo sonido que mide
la profundidad abandonada
de los patios, la desolación
que nace en las cosas que se descuidan,
la venganza que inunda con su agua espesa
una porción de los años allí dedicados?
Y sólo se oyen los ladridos
de un perro que viene corriendo desde el fondo.
V
Parece imposible admitir
que en el sitio del dolor pudieras algún día
observar toda su hermosura.
Allí donde te convenciste
de que la inutilidad era tu único don
reconocible, allí donde localizaste
para siempre tu fracaso.
En el lugar donde creciste estás ahora
y contemplas la disminuida
extensión de tu infancia,
tu cumplida maravilla.
Piensas
que tanta convicción en el dolor
-que habías entendido
como el más certero resumen de esos días-
no era tan necesaria ni tan verdadera
y que el colegio, puesto a la venta
y acosado por una desfigurada periferia,
empieza a padecer lo que tú ya padeciste.
Pero a pesar de todo
no te atreves a traicionar de golpe
tu más querida y prolongada orfandad.
Es extraño que la acacia del patio muera
y que una buganvilia en flor la esté velando.