La dejé marcharse sola…
y, sin embargo, tenía
para evitar mi agonía
la piedad de una pistola.
“¿Por qué no morir? – pensé-
¿Por qué no librarme desta
tortura? ¿Ya qué me resta
después que ella se me fue?
Pero el resabio cristiano
me insinuó con voces graves:
“!Pobre necio, tú qué sabes!”
Y paralizó mi mano.
Tuve miedo…, es la verdad;
miedo, sí, de ya no verla,
miedo inmenso de perderla
por toda una eternidad.
Y preferí, no vivir,
que no es vida la presente,
sino acabar lentamente,
lentamente, de morir.
11 de junio de 1912