El borde es una boca finísima, una escisión aguda y deslumbrante
-el negro como una forma de luz que marca orillas, espacios entor-
pecidos, fuegos limítrofes-. A medida que avanzo el agua cambia.
La fiesta estaba impregnada de pequeños monos inabordables. Alguien
incrustó sobre el lodo una estructura cuadriculada de ramas huecas
y fue como abrir un espejo a las ansias de nado.
Todo se esparce en amarillos. Los monos saltan.
Antes, cuando miraba el tiempo como se palpa suavemente una seda,
como se engullen peces pequeños. El sol desgajaba del aire haces de
polvo.
Es un espacio abrupto pero preciso; a partir de entonces los árboles.
Hacia abajo las ganas irrefrenables.
Los monos, como dijeron todos, eran salvajes; cuerpecillos tirantes
y amarillentos. El juego era portentoso, desarraigado; las manos llenas
de lodo.
El agua brilla, pez lento y adormecido; en sus ojos la noche es un
impulso vago y oscilatorio, una tajada oscura, borde brevísimo, lo
delinea.
Pero empezar aquí con el consuelo de ver a todos enardecidos, y
mirar de improviso sus dedos híbridos, infantiles.
Vocecitas hirvientes que revientan desiertas.
Al margen hay un abismo de tonos, de nitidez, de formas. Habría que
entrar levemente, oscuramente en ese instante de danza.
Hay una grieta aquí, en este lapso. En la cueva las raíces se adhieren
con fanática astucia, las ramas se desdoblan con gracia.
Es en vez de morder la espesura reciente, o separar las sombras
-espumosas y leves – con un esguince de fauno. De cerca, llueve.
Atrás los paraguas se extienden sobre las olas. Los hay de colores
lentos y de formas hirientes. Las horas se arremolinan. Y tengo fe,
porque así como dicen de los estanques.
Pequeños peces de hiedra tornasolados.
Había gatos, insectos, tigres; y cuando quisieron abrir las puertas, y
todo, desde el templo de entrada estaba concentrado en dos líneas;
dos fragmentos de feria.
Bailan en las orillas.
Y retroceden, porque asomarse es la atracción sin muelles. Donde
apoyar la calma de mirar desde lejos sin arriesgar el tacto.
Son alusivos los desenlaces. Las sombras se abren a veces lentamente.
Región umbral de nostalgias reblandecidas, de palabras limpias y secas.
Pero es la tierra de sal. Nadie que vuelva o que mida. Agua que
drena en la certidumbre y en el olvido remansos breves de mar.
Queda entonces tan lejos. Y sus manitas flacas y frías como una
aguda destreza emergida de espacios inexpugnables.
De aquí, los troncos y la maleza brillan su nitidez intacta Virgen que
exhala una cadencia tibia y ensimismada. Los peces saltan.
Los monos saltan. En el fondo la luz se angosta y los cuerpos em-
pequeñecen. Entonces se desprende la asfixia; una sed amplia y
albuminosa.
Beben pausados sorbos de té.
Y si uno hunde la cara para ver más de cerca.
También rastrearon las carpas. El circo; toda la orilla era como un
incendio, los animales se escurrieron en zanjas y plataformas.
Para sostenerse, tal vez. Lo difícil. A veces sus irrupciones abren un
espacio naranja.
Es hermoso palpar entonces las aguas. El cielo se reconcentra en
azules profundos. Los verdes crecen hasta tocarlas.
Estira sus bracitos elásticos en un giro aliviante.
Las raíces inhalan. Basta deslizar poco a poco los dedos sobre las
rocas para saberlas lisas y despobladas. Árboles de cristal.
Y es el instante de inusitar la lancha por la quilla y deslindar el filo.
Los dedos largos y finos.
Sus ojos límpidos.
Este estupor de seda que se derrama. Pero empezar aquí.
La fiesta – sombra finísima – lenta. De la cueva se desprenden sus
voces como suaves racimos. Piedras jugosas. Desde el zumo del circo.
Y es el instante; pero empezar aquí. Sus ojos ávidos, insondables.
En sus bordes escuetos, las voces, las aguas cambian. Peces de piel
fugaz.