Yo te amé, Jerusalén,
cuando mis ojos de niña
perseguían la oración de mi madre
a la hora del sueño,
Cuando Jesús bajaba
de la estampa bendita,
a cerrarme los ojos
y a librarme del miedo.
Después, la polvareda que el tropel
de la vida levantó ante mis ojos,
me cegó por un tiempo;
y cuando pude mirar,
mis manos ya estaban viejas…
Pero así, con el cuerpo marchito
y el alma en infancia
un viento de golondrinas
me condujo hacia ti.
Me arrodillé en tu tierra
y abrace tu memoria.
Respiré un aire viejo
y en él su palabra…
Su palabra de siempre,
su palabra de siglos:
“Amaos los unos a los otros”
Ahora, ahora
estoy en mi América
conjugando tu gracia
y enhebrando recuerdos,
rescatando palabras
y auscultando milenios.
¡Ah, Jerusalén, tan distante
y cercana…
Quién podría creerlo que cuando
te nombro,
nítida y generosa, entras
por mi ventana.