¡Muerta!, dicen los suyos, muerta dice la gente,
y muerta digo yo cuando la siento helada.
Y el sol alumbra como no pasara nada
y sigue el corazón marchitando indiferente.
No sé por qué no muero cuando beso su frente,
junto al mutismo trágico de su boca cerrada.
No sé por qué no muero si su cara adorada
no es ya más que la cáscara de su espíritu ausente.
Por no matarme, no entra loa certeza en mi pecho.
Es verdad que está muerta sobre su blanco lecho,
pero desde otro lado nos mira sonriendo.
Y en “aquel otro lado” quiero creer ansiosa,
mientras junto a sus labios una trémula rosa
que, de saberla muerta, también se está muriendo.
Quién de los dos la amó con un amor más cierto:
no fuiste tú sin duda que al fin la conseguiste.
Pues si tu amor creció, fué porque tú la hubiste,
que sin su amor tu amor de fijo habría muerto.
Yo no tuve esa dicha. Para mi amor despierto
no hubo nunca el alivio, porque el amor subsiste.
Y la amé, sin embargo, pobre corazón triste,
de esperanza y amor y alegría desierto.
Y me dices: ” Arriba nos vemos”. Es mía
para el eterno amor y la eterna alegría.
Y yo, herida, suspiro y suspirando callo.
“En el cielo no hay sexos”. Y quizás lograría
que me quisiera tanto como yo la quería.
¡Y este es el triste y único consuelo que no hallo!
Yo creía adorarla. Pero no hubo bastante
amor en mí para su corazón divino.
La zahirió mil veces mi gesto interrogante
y mi torpeza nunca vislumbró en su destino.
La anestesia del dolor
me rinde el cuerpo, velándola.
¡Quién se quedará dormida
sobre aquellas mismas sábanas!.
Quién se quedará dormida
junto a su cara pálida,
de sus ojeras azules
y de su boca apretada.
El sueño cierra mis párpados.
Quiero un lugar en su cama
y bien pegada a su pecho
dormir en las mismas sábanas.
Amanece y con el día
su último lecho la aguarda:
como a un niño en la cuna
la sumergen en la caja.
La caja de fino cedro
para su cuerpo es tan ancha
que si me dejan también
me habría ido con ella.
Sobre la almohada de encajes
su palidez es más blanca.
Tuve sus dos manos perdidas de nuevo,
encontré el torrente de sus ojos claros,
escuché otra vez su palabra única,
mi corazón frío calentó en sus brazos.
Mi esperanza, como destrozado espejo,
zurció en un instante pedazo a pedazo…
A su beso agudo pajes en acecho
vistieron de púrpura mis pálidos labios.
Trocó en rosa el ocre de las bambalinas.
Se llenó de súbita música argentina
el corazón muerto y desvencijado.
Vino luna nueva, audaz vengadora,
y cegó de un golpe de su hoz brilladora
la cabeza hirsuta de mi mal pasado.
¡Calla! Me acuerdo de nuevo
de esa voz que ya olvidé.
No deshagas el esfuerzo
heroico que derroché.
No me nombres si quiera.
No curé bien todavía.
¡Ciega! La venda es ligera,
si la rozas sangraría…
¿Mi frialdad? Es orgullo.
¿Sabes lo que puede en mi?
Canto como puede el suyo.
Por orgullo no morí.
¡Qué larga convalecencia!
No sano aún. Calla, pues.
Sangra mi herida otra vez
si presiente su presencia.