Gilete

Leyenda montañesa

En tiempos que ya pasaron,
Pero a los de hoy parecidos,
Fuera el Valle de Guriezo
De un triste drama testigo.

Vivía en aquel entonces
Del poblado en el recinto
Don Gil Sánchez Marroquín,
De una Doña Ana marido.

Era esta mujer gallarda,
De sensuales atractivos,
Y, aunque no moza, a las mozas
Superaba en tercio y quinto.

Vestía como quien viste
Para lucir sus hechizos,
Con el talle al descubierto
Y la garganta lo mismo.

Muchos hombres codiciaban
De Gil Sánchez el dominio,
Y entre ellos un mozalbete
De airado genio y arisco.

Gilete le nominaban
De aquel lugar los vecinos,
Sin más que este nombre a secas,
De algún Gil diminutivo
Que si pudo darle vida
No pudo darle apellido.

En la familia de Sánchez
Era el mozo muy bien quisto,
Y a su mesa se sentaba,
Sobre todo los domingos,
Y Gil le daba monedas
Y le compraba vestidos.

Ana ignoraba o sabía
De estos gajes el motivo,
A que estaba acostumbrada
Desde que el mozo era chico,

Y nunca puso reparos
A estos gastos repetidos,
Tal vez porque así encontrara
Disculpa a algún extravío.

Gilete a los dos tenía
Respeto y al par cariño;
Pero en el fondo de su alma
Guardaba un deseo ilícito.

Era también comensal
En aquella casa asiduo
Don Fernando de Layseca,
Alcalde del valle dicho,
Pariente de Don Gil Sánchez
Por el tronco consanguíneo.

La Amistad era tan grande
Que ligaba a los dos primos,
Que, ausente Gil, se quedaba
Layseca en el domicilio.

No sé qué advirtió Gilete
En el trato aquél tan íntimo
Que ver a Layseca le era
Como ver al enemigo.

Y afirmó su antipatía
Escuchar en los corrillos
Del pueblo sobre aquel trato
Comentarios muy ambiguos.

Daba este runrún creciente
Apoyo a su mal prejuicio,
Y al odio que en él nació
Servía al par de incentivo.

Siempre que a Layseca hallaba,
Lo que era muy de continuo,
Su arisco genio más hosco
Se mostraba y retraído.

En vano Doña Ana, al verle
Tan cejijunto y mohíno,
De aquel rencor concentrado
Presintiendo un estallido,
Del que su conciencia inquieta
Parecía darle aviso,
Le colmaba de agasajos
Con manjares y con vinos.

Bebía el mozo sin tasa
Para calmar su martirio,
Y era echar nueva materia
Al fuego de sus sentidos;
Porque con mayor empuje
Sentía hervir su apetito
Y arder su celoso pecho
Al rencor del odio inicuo.

Layseca le despreciaba,
Considerándole un niño,
Sin creer que su pecho fuese
De tan loca pasión nido.

Gil Sánchez, o ciego o mudo,
Permanecía tranquilo:
Ni del mozo se cuidaba,
Ni se cuidaba del primo.

Tal era de aquellas gentes
El estado del espíritu
Al comenzar el relato
Que está en la crónica escrito.

II

Pasaron – algunos meses,
Y un día, de sobremesa,
En que a comer no tuvieron
Persona alguna de fuera,
Se entabló entre los esposos
Esta plática secreta:

-¿Sabes, Ana, que en ti noto
Ya inquietud o ya tristeza?
Y si tu mal ahora empieza,
Preciso es ponerle coto.

¿Qué tienes que te acongoja
Y así te trae intranquila?
Si es grave la causa, dila.
-Nada tengo – dijo, roja
Por la sorpresa y mohína,
Ana a su esposo.- Y me extraña
El mucho interés que entraña
La pregunta.
-Es que adivina
Mi afán ajenos disgustos;
Que, aunque no son graves duelos,
También tengo yo recelos
Que me acibaran los gustos.
-¿Qué te pasa?
-Te concedo
Que son sospechas recientes;
Pero creo que las gentes
Me señalan con el dedo.
Así al menos lo malicio
Cuando en mis diarios paseos
Noto ciertos cuchicheos
Que han de ser en mi perjuicio.
-Es aprensión bien extraña.
¿Quién habrá que en mal te aluda?
-El gusano de la duda
Me está royendo la entraña.-

Y, en su mismo lazo envuelto,
-Gilete – añadió,- es buen mozo:
Apenas le apunta el bozo
Y es ya fornido y esbelto…-

Mas Ana dijo de pronto,
Y a Gil le puso en un brete:
-¿Qué tiene que ver Gilete
Con nuestra plática, tonto?

Si esa tu extraña manía
Puede tener fundamento,
Será por el viejo cuento
Aquél de la bastardía.

No tu conducta reprocho;
Pero ya que de él hablamos,
Veinte años ha nos casamos
Y el chico tiene diez y ocho…-

Y temiendo continuar,
Le dijo Gil a su esposa:
-Mira, hablemos de otra cosa
Y pelillos a la mar.

III

Si el diálogo no hizo mella
En la paz del matrimonio,
Peores auspicios mostraba
De Gilete un soliloquio.

Tendido la misma tarde
Bajo la sombra de un soto,
Teatro de sus campañas
Contra la liebre y el zorro,
Con los puños apretados
Y el gesto cual nunca torvo,

-Es necesario – decía,-
Concluir con uno y otro;
Ahogar mi amor por infame,
Matar al hombre, y es poco,
Porque el trance de la muerte
Lleva tras de sí el reposo.

Vivir como vivo ahora
Es para volverse loco:
Amo y el deber me veda
Un amor que es licencioso;

Debo respetar sin mancha
Del que es mi amparo el decoro,
Y tengo ya la evidencia
De que es aparente sólo.

Su sangre en mis venas corre,
Que así me lo han dicho todos,
Y es doble razón que alienta
Mi venganza contra el dolo.

Esta noche, ausente Gil
Por uno de sus negocios,
Irá Layseca a la casa,
Cual siempre libre de estorbos;

Y cuando, al salir la aurora,
Salga él, encubierto el rostro,
Ha de topar con el hierro
Que le prepara mi encono;

Que si tal conducta el pueblo
Condena en murmullos sordos,
El castigo de la culpa
No ha de ver con malos ojos.-

Decidido así el mancebo,
Su saña mayor que su odio,
Del pueblo tomó el camino,
La ballesta sobre el hombro.

IV

Muy lluviosa está la noche,
La calle sin luz alguna
Y sin persona importuna
Que madrugue o que trasnoche.

Sólo cerca del umbral
De la casa de Don Gil,
De muy confuso perfil
Se nota una sombra mal.

Inmóvil como una piedra,
Ni el esperar le fatiga,
Ni a guarecerse le obliga,
Ni aquella lluvia le arredra.

Pasaron hora tras hora
Y hasta tres tuvo de espera,
Pero al finar la postrera
Empezó a lucir la aurora.

Por dentro, en el mismo instante,
Se abrió una puerta sin ruido,
Se adelantó el escondido
Y se halló un hombre delante.

Y, sin más preparación
Que alzar el brazo que asesta,
Con un tragaz de ballesta
Le hizo dos el corazón.

Cayó Layseca en el suelo
Lanzando un débil quejido,
Y el otro, al mirar cumplido
Ya su sanguinario anhelo,

Se embozó con mucha calma
Y siguió calle adelante
Sin cuidarse un solo instante
Vi del muerto ni de su alma.

Cuando ya la luz del día
Permitió ver los objetos,
Se acercaron dos sujetos
Donde el cadáver yacía,

Y al reconocer que el muerto
Era el Alcalde Layseca,
Con una expresiva mueca
Significaron lo cierto.

Corrió la voz en seguida
Y se alborotó la gente,
Y vino el juez diligente
En busca del homicida;

Pero el vecindario mudo
No dio indicios ni señales,
Y a falta de datos tales
Emprendió un trabajo rudo.

Y la justicia, en total,
Dio un paso tras otro incierto,
Y los parientes del muerto
Callaron como otro tal;

Que fue para el pueblo aquél
Piedra de escándalo el caso
Y nadie osó ni de paso
Levantar la voz por él;

Y por doquier se escuchaba,
Prueba del común sentido,
Este adagio conocido:
“Quien mal anda, mal acaba”.


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Poema Gilete - Adolfo de la Fuente