Como una viajera interplanetaria
que no comprendía los gestos de alegría
o de enojo,
así eras tú.
Con tus ojos mágicos y extraños
me veías llorar y golpear la tierra,
me veías rechinar los dientes
en momentos raspados por higueras
que tirarían sus hojas en septiembre.
Mirabas el peso de la noche
cayendo lentamente
sobre mí,
aplastando mi cuerpo
sobre un pasto de voces y suspiros
que mi sangre teñía
gradualmente…
de gris.
Después,
el aire se impregnó con cenizas humeantes,
con ruidos de turbinas,
y cantos de pájaros distantes,
y te alejaste…
dejándome entre el aire ionizado,
sufriendo la tensión y ambigüedad
que provoca desorden
y provoca desastre.
Me dejaste flotando en cotidianas preocupaciones,
amando tu rostro joven
y el desamor de tu medianoche.
En algún lugar te acordaste de mí
porque llamaste para decirme:
“Voy camino al astro zahorí
en mi nave de ausencia,
rodeada por madrugadas secas,
heridas por un ruido automotriz.
Espera mi regreso
en un día cargado con botones de azahar
henchidos de perfume
y dispuestos a reventar.”
Yo te escuché,
aguijoneado por el ahogo febril,
contemplando largas páginas
que había por escribir.
Tal vez cuando regreses
tu apariencia y expresión sean más delgadas,
casi imposibles de leer.
Posiblemente seas una canasta
llena de alaridos salvajes,
un laberinto de funciones desconocidas,
un ruido que mendiga al aire
sonando inútilmente su cascabel.
Pero me intrigarán igual
tus dedos temblorosos,
tus miedos, tus desdenes…
y el inmenso misterio extraterrestre