Errante efimero

A José Saramago

Claustral hasta el delirio,
he abierto el lánguido prodigio que desoyen
los espejos de amargura.
¿Cuándo razona el ahogado su navaja de oprobio?
La imagen se vela, avanza hacia el navío.
Escarba la tierra como un vegetal,
estira las raíces endurecidas por la noche
tan sólo para desposeerme.
Apenas me mira con su telar y su rueca,
y a puertas cerradas vuelca las cenizas.
Iniciales de fuego cruzan el alba.
Han dado la bienvenida al dios despedazado
/por los perros
mientras la intriga sella el feroz acertijo
de hielo en mi caverna.
Las paredes se cierran a su paso.
No duerme el deseo entre las muchedumbres.
En un hálito de sol teje su mito.
Polvoriento, se disfraza de hombre o murmurio
bajo la luna llena del bosque.
Así veía de cerca las cruces desgarradas,
extendidas como sábanas en el corazón prohibido.
¿Qué debió deshacerse ante las cruces?
Hubo un héroe, una heroína,
y toda la tempestad en el barco que nos lleva.
(Acaso fuera bueno empeñar el cuerpo suicida
contra estos guijarros,
lanzarlo desde la cumbre de las furias
que signan la condena.
Pero no son ésos el gesto ni el vocablo.)
Tapicerías de la muerte
llenan de hurones milagrosos nuestra casa.
Desde hace siglos asisto a esta celebración.
Veinticinco puertas se han abierto ante ellos:
¿Qué esfinge me erige de la hierba?
¿Por medio de qué athanor indudable
verías evaporar la historia en una gota de agua?
¿Qué amapola desprendida crece desde el fondo
de la tierra hasta los labios?
¿Cuál río de enigmas, espurio y mordaz,
arroja cabezas a su lecho?
¿La tormenta en las balaustradas del ayuno,
otro carbón encendido en la mano inmóvil?
¿Un batir de alas cegador, un resíduo perdido?
¿O el hambre avarienta en la cabeza de la alondra?
Lo que abandonas – lejía del descendimiento –
regresa a tu morada como aquelarre
entre las vejaciones de la luz.
La criatura raspa su fábula encantada.
Son llagas de luto para entrar y salir de los escombros.
Puedes decir el cielo de la inmensa pena,
la araña roja de la desnudez.
A uno y otro lado del río, hallarás el oro.
Así debió de ser el torrente.
Lo que aún de insidia aspiran estos nudos,
será ilusión fastuosa devorando a sus crías.
¿Pero qué impronunciable juventud sobrevive a las aguas?
Nadie queda en el secreto recinto;
nadie invade, ni delata, ni teme al viento
que repite cada nombre.
Las vastas lluvias han crecido como la lepra.
¿Era la peregrinación milenaria, la perfectísima?
¿Su imaginería estallando en hojas de pavor,
a punto de entreabrirse?
Hoy los desechos urden el tránsito del hombre.
Los tibios se revuelcan.
“He mirado en sus rostros y sólo son un puente.”
Duermen los alucinados.
El ángel ladra en busca de su rosa oscura.
Los insensatos beben del pozo de las certidumbres.
“He mirado en sus rostros y sólo son un puente.”
Gime el irredimido, el glorificado por la nada.
Huye el verdugo entre los roedores de huesos.
El infausto reclama por la luz
sobre las cáscaras de un fruto sobrenatural.
Un cráneo de trasnochada inocencia
yace en el zanjón.
“He mirado en sus rostros y sólo son un puente.”
Otro campesino agoniza:
los gusanos caminan su carne de miserias.
Dos criminales se reconocen en la pesadilla.
¿Maldice el postrado lo suficiente?
Se abolieron las tribus, se abolieron las reglas.
Clama el venerable, pálido prodigioso,
por la húmeda herida silenciando la piel
que fue vigilia y triunfos y derrotada eternidad.
“He mirado en sus rostros y sólo son un puente.”
El albañil danza en medio de la torre quemada.
Los cachorros rezan para encontrar la remota señal
al desamparo inhábil del que procrea fantasmas.
– Todo es inasible, lo sabes desde antiguo,
cuando oíste crujir el humo de sangre en las plazas
y aullaste, aullaste con el grito cerrado del rehén
en la más alta sombra.
Has vuelto a la madriguera.
Amenazas a quienes no te conocen.
¿Era éste el dolor que me esperaba desde el nacimiento?
He llamado al palacio de la hiena con su puerta de humildes.
Acaso haya congregado al que no fue
con todo el festival de telarañas del miedo a su favor.
Ocultaron las huellas.
Hubo un tajo en el cielo,
semejante al que vieron los ojos de Cristo en la hora sexta.
¿Y quién vuelve para clamar desde la niebla: “Tengo Sed”?
Cuando el eco se incline sobre el rayo,
un vidente cruzará el muro invisible.
Quien sustrae o agrega más savia a estos capullos,
permanece en espuma.
¡Años y más años para este abandono enloquecido!
¡Padres y padres de orfandad apagados de un soplo!
Sin embargo no verás la orilla desterrada,
la prueba de un remoto escalofrío;
antigua sierva, la boca que se agita entre fragmentos.
Me palpo la sangre con los ojos.
Esta cruel inmolación necesita un destino.


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Poema Errante efimero - Manuel Lozano