Por la ciudad callada el niño pasa.
No hacen ruido las voces, ni los pasos.
Es un niño pequeño en su bicicleta.
Atraviesa la calle majestuosa, enorme, cruzada por los lentos tranvías.
Y sortea carruajes, carros finos, cuidados.
Y va suavemente con las manos al aire, casi dichoso.
De pronto, ¿qué? Sí, el gran parque
que se lo traga.
¡Cómo pedalea por la avenida central, rumbo al lago!
Y el niño quisiera entrar en el agua, y por allí deslizarse,
ligero sobre la espuma.
(¡Qué maravillosa bicicleta sobre las aguas, rauda con su estela levísima!
¡Y qué desviar por las ondas, sin pesar, bajo cielos!…).
Pero el niño se apea junto al lago. Una barca.
Y rema dulcemente, muy despacio, y va solo.
Allí la estatua grande sobre la orilla,
y en la otra orilla el sueño bajo los árboles.
Suena el viento en las ramas, y el niño se va acercando.
Es el verano puro de la ciudad, y suena el viento allí quedamente.
Sombras, boscaje, oleadas de sueño que cantan dulces.
Y el niño sólo se acerca y rema, rema muy quedo.
Está cansado y es leve. Qué bien la sombra bajo los árboles.
Ah, qué seda o rumor… Y los remos penden, meciéndose.
Y el niño está dormido bajo las grandes hojas,
y sus labios frescos sueñan…, como sus ojos.