El salmo de la piedra

A los Dioses del cielo y de la tierra

Pedimos con toda el alma

Que las piedras se conviertan en semillas

Para que puedan dar a luz los campos

Altos árboles cristalizados

Con que construir nuestra segunda casa:

Un nuevo nombre en esta vida,

Un nuevo hogar en otra naturaleza.

Así estaremos a salvo de los vientos contrarios

Y de las perversas opiniones de los demás

Pero – y esto es lo más importante –

Así estaremos a salvo de nosotros mismos:

De nuestra hambre de reconocimiento,

De nuestra sed de salvación.

Aprenderemos a escuchar con las manos

Ese rumor callado con que las piedras sueñan

Y que – sin proponérselo –

Nos da la más profunda lección

De quietud y de entereza.

Porque cada piedra es una sílaba

Del inmenso nombre que entre todos deletreamos

Y la creación no es más que una canción de amor

Que brota de su corazón paciente.

No queremos ser más ni menos que las piedras:

Eternamente a la espera sin espera

De nuestro propio espacio

Y nuestra propia duración.

No es en vano que invocamos

El silencio perfecto de las piedras

En largas conversaciones con la noche:

Materia y electrones zumbando

A tan altísimas frecuencias

Que sólo la velocidad de la poesía

Da para comprender semejante lenguaje.

Pero vale la pena hacer el esfuerzo

Por alcanzar tal estado de vertiginosa quietud:

Los fósiles del viento no tienen más cuerpo

Ni las huellas del cataclismo

Donde los Dioses escribieron sus nombres

Con carbones encendidos

Son más claras

Ni son más antiguas

Las primeras palabras que balbuceó la tierra.

Y así como no hay dos piedras del mismo color,

La misma forma, la misma textura y el mismo peso,

No es posible encontrar dos piedras con una misma voz.

Hay que llamar a cada una por su nombre

Secreto, recóndito, intransferible…

Un nombre tan apartado

Del corazón de los hombres

Que se diría – casi – inexistente.

Pero existe: basta con tocar a una piedra

Para sentir como todo en ella despierta

Al íntimo llamado del calor

Y al ritmo primigenio de la sangre.

Su amor es y no es de este mundo.

Sus buenas obras

Caen por su propio peso.

Es su pobreza la que opera el milagro.

El fuego que alienta en cada piedra

Es un sol de ceniza

Que tiene millones de años dormido.

A donde quiera que va la piedra va su casa,

Su cuerpo, su sombra y su luna interior.

Todo es tan sencillo con las piedras…

No tenemos que desperdiciar energía

Tratando de explicarnos…

Ellas nos comprenden sin necesidad de palabras.

Porque no hay mejor compañía

En una larga noche de insomnio

Que una dulce piedra dormida en la palma de la mano.

No hay mejor remedio

Para la melancolía de los suicidas

Que una piedra preciosa atada al cuello.

No hay mejor aliado

En una batalla crucial

Que una piedra dispuesta a todo.

No hay mejor refugio

Para nosotros, los seres humanos extraviados,

Que una piedra para volver a casa.


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Poema El salmo de la piedra - Alberto Blanco