El juez

¡Las cuatro esferas doradas,
que ensartadas en un perno,
obra colosal de moros
con resaltos y letreros.

De la torre de Sevilla
eran remate soberbio,
do el gallardo Giraldillo
hoy marca el mudable viento,

¡Esferas, que pocos años
después derrumbó en el suelo
un terremoto¿ brillaban
del sol matutino al fuego:

Cuando en una sala estrecha
del antiguo alcázar regio,
que entonces reedificaban
tal cual hoy mismo le vemos.

En un sillón de respaldo
sentado está el rey don Pedro,
joven de gallardo talle,
mas de semblante severo.

A reverente distancia,
una rodilla en el suelo,
vestido de negra toga,
blanca barba, albo cabello,

Y con la vara de alcalde
rendida al poder supremo,
Martín Fernández Cerón
era emblema del respeto.

Y estas palabras de entrambos
recogió el dorado techo,
y la tradición guardólas
para que hoy suenen de nuevo.

R.- ¿Conque en medio de Sevilla
amaneció un hombre muerto,
y no venís a decirme
que está ya el matador preso?

A.- Señor, desde antes del alba,
en que el cadáver sangriento
recogí, varias pesquisas
inútilmente se han hecho.

R.- Más pronta justicia, alcalde,
ha de haber donde yo reino,
y a sus vigilantes ojos
nada ha de estar encubierto.

A.- Tal vez, señor, los judíos,
tal vez los moros sospecho…
R.- ¿Y os vais tras de las sospechas
cuando hay un testigo, y bueno?

¿No me habéis, alcalde, dicho,
que un candil se halló en el suelo
cerca del cadáver?… Basta
que el candil os diga el reo.

A.- Un candil no tiene lengua.
R.- Pero tiénela su dueño,
y a moverla se le obliga
con las cuerdas del tormento.

Y ¡vive Dios! que esta noche
ha de estar en aquel puesto,
o vuestra cabeza, alcalde
o la cabeza del reo.

El rey, temblando de ira,
del sillón se alzó de presto,
y el juez alzóse de tierra
temblando también de miedo.

Y haciendo una reverencia,
y otra después, y otra luego,
salióse a ahorcar a Sevilla
para salvarse, resuelto.

Síguele el rey con los ojos,
que estuvieran en su puesto
de un basilisco en la frente,
según eran de siniestros,

Y de satánica risa
dando la expresión al gesto,
salió detrás del alcalde
a pasos largos y lentos.

Por el corredor estuvo
en las alcándaras viendo
azores y jerifaltes,
y dándoles agua y cebo.

Y con uno sobre el puño
salió a dirigir él mesmo
las obras de aquel palacio
en que muestra gran empeño.

Y vio poner las portadas
de cincelados maderos,
y él mismo dictó las letras
que aun hoy notamos en ellos.

Después habló largo rato,
a solas y con secreto,
a un su privado, Juan Diente,
diestrísimo ballestero.

Señalándole un retrato,
busto de piedra mal hecho,
que con corta semejanza
labró un peregrino griego.

Fue a Triana, vio las naves
y marítimos aprestos;
de Santa Ana entró en la iglesia
y oró brevísimo tiempo.

Comió en la torre del Oro,
a las tablas jugó luego
con Martín Gil de Alburquerque;
a caballo dio un paseo:

Y cuando el sol descendía,
dejando esmaltado el cielo
de rosa, morado y oro,
con nubes de grana y fuego,

Tornó al alcázar, vistióse
sayo pardo, manto negro,
tomó un birrete sin plumas
y un estoque de Toledo,

Y bajando a los jardines
por un postigo secreto,
do Juan Diente le esperaba
entre murtas encubierto,

Salió solo, y esto dijo
con recato al ballestero:
“Antes de la media noche
todo esté cual dicho tengo.”

Cerró el postigo por fuera,
y en el laberinto ciego
de las calles de Sevilla
desapareció entre el pueblo.


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Poema El juez - Duque de Rivas