El ermitaño

¡Oh que vida placentera
la del humilde ermitaño
penitente!
Que ni la ambición lo altera,
ni aquel sinsabor extraño
del potente.
Ni interior desasosiego
que en enamorados fija
fiera lucha.
¡Oh cuán poco sabe el lego
las venturas que cobija
la capucha!

A sus santas oraciones,
se encomienda la viuda,
y la casada;
y él con pías bendiciones,
a la caterva saluda
prosternada.
¡Cuán humilde lo respeta!
¡Cuánto en devoción se exhala
quién lo escucha!
Y él, si la risa le aprieta,
con gran magestad se cala
la capucha.

Contentamiento mundano,
solaz, placer o deleite,
no lo incita.
Tan sólo pide a su hermano
limosna para el aceite
de la ermita.
Cada cual compadecido,
limosna le da sin pena,
poca o mucha,
y cuando el saco está henchido,
las dos mangas se rellena,
y la capucha.

Salud rebozan y holgura
sus mejillas, y alegría
sobrehumana.
Ni lo ahoga la amargura
de como pasar el día
de mañana.
Cuanto embucha le aprovecha;
y es, cierto, cosa que admira
cuanto embucha.
Y cuando en la paja se echa,
¡cuán gratos sueños le inspira
la capucha!


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Poema El ermitaño - José Joaquín de Mora