Nosotras todas éramos piedades
con los hijos adultos en los brazos
y los ojos velados por la pena.
Llegaron de repente los turistas,
sus fotos eran flechas, se clavaban
en nuestros vientres viudos donde un día
mugió un toro de tierra, rugió el mar.
El cielo era un dolor de rosas secas,
cúpula de vergüenza y de ceniza.
Nosotras todas éramos piedades
y era difícil contener el llanto
cuando en el aula o con la cena fría
o en las colas de los supermercados
o en la pausa feroz de los semáforos
comprendimos que no regresarían
o, aún peor, que no se irían nunca,
que no hay piedad en ellos sino prisa
y pasión por morir en nuestros brazos.
Sabemos que la luz a que los dimos
tenía un precio y un peligro, oscuros.
Nosotras todas éramos piedades
con los hijos ya adultos en los brazos
haciéndose los muertos sin esfuerzo
para fotos, Poemas, calendarios.