La araña que atrapas con la mano,
Y está en palacios de rey.
Proverbios, XXX, 28
Me arrojan a paredes, me sumergen, me sepultan
Donde nunca he de estar,
Allí mismo donde irrumpen las crueles dinastías
/de fantasmas,
El deseo y sus aves de marfil.
Éramos el tiempo de la dicha.
La luz languidecía entre las arpilleras
Y los objetos carnívoros y los estibadores.
Mi brazo arranca piedras de tu sexo.
El tacto diminuto sube por las pieles
Hasta hacer del amor la grandiosa impostura.
¿Quién, pero quién arroja el saldo
De tu desesperante errar por la noche?
¿Por qué no confiesan el asco de volver
Con un grito sobre las plumas de mi carne,
La soledumbre, las babas, el temblor?
Serán membranas revelándose
Ante una cueva de forajidos, tatuados
En las cámaras del odio.
Hoy se extinguen los silenciadores.
Bajo cualquier mutación, entreabierto,
Se retuerce un latido, desvaría,
Como la puerta avara en los ojos
/de una loca.
Está crucificándose este gesto
Sobre el pedernal desollado
En que colocan tu cadáver.
Hazme una señal.
Repliégame entre los alcatraces
Para despedazarme de a poco.
¡Mamparas anómalas del hambre,
Pezones cortados en la guerra!
Te recogerían, lo sé, aquellos súbditos
Con sus sacos de lluvia
Como al dios de la leyenda,
O tal vez como a Lázaro en el alba
/del terror.
Espumarajos salen de esta boca.
Incrústame, coagúlame
En el ruinoso zaguán de los exilios.
¿Toda plegaria es un perverso guijarro
Contra la pasión y la fuga?
La vagabunda tiene el cuerpo
/de los profanados.
¿Han de envolverla, al fin
Con las fisuras de mi transparencia?
¿Cómo un quejido entre las risas?
Curtida en el sordo ronquido
/de la emboscada,
Invadida por tenues mareas
/de otro adiós,
Escupe el veneno hasta nosotros.