Sí,
tú conoces la tarde que se cae
por ley de gravedad de quien la mira.
Y conoces su luz,
devaluada, fría,
como un cristal sin ánimo.
Oyes que son las siete.
Desde la superficie metálica del mundo,
todo está envejecido.
Porque la tarde cae
como una forma de sabiduría,
y es también una edad,
una balanza fatigada,
donde la vida empuja más que el peso de un sueño.
Y va la tarde todavía
cayendo más aún, más tristemente,
con ese desmayado color de las preguntas
sin respuesta,
que es el color del tiempo,
el color de vencidos autobuses
cruzando la ciudad.
Son como tardes
y arrastran viejos su pintura ambigua.
Por eso estás de espaldas,
mirando hacia el vacío como todos,
desventurado, anónimo,
en medio de la espera que conduce
tus pasos a la noche:
y ya no sabes
si será la noche
una forma difícil de la luz,
una interrogación desalojada
o simplemente soledad y frío.