a Giancarlo,
mi hermano italiano,
y a Lorenzo.
Un hombre que es un ascua más que un hombre
ve nevar, se enamora
de la palabra nieve,
coge su abrigo negro con forro de faisanes,
un sombrero prestado, una bufanda
y se echa así a la calle como buscando ayuda,
pausa, perdón, alivio, algo que apague
el incendio que es y del que huye.
Y se ve caminar bajo la nieve
y no halla a nadie en todo su paseo
y mira las estrellas. No las ve.
Sabe que está sencillamente solo
como todos, sonríe, mal de muchos.
Habla y su aliento es humo, vaho de voz,
y pronuncia palabras que no quiero
recordar. Y recuerda que hay un niño
durmiendo en otra casa y cuyo sueño
él ya no vela o vela
tan sólo de lejos.
Se echan de menos. Cuando se ven ríen.
Luego vuelven a casa,
cada uno a la suya, si es posible
que vuelva a casa quien no tiene casa
sino la de un amigo de la guarda,
un hermano que es huérfano de madre
y acogió mi dolor dentro del suyo,
puso en mis manos su Amistad, las llaves
que ahora abren esta puerta, ciao gattina,
y conducen a este hombre, que es un ascua
más que un hombre, a su cama,
donde antes de dormir lee otra vez
una carta, por qué, mira una foto.
Sabe que ya no hay vuelta de hoja,
que el amor ha dictado su sentencia
y se ha ido, que la suerte está echada,
que la noche es un vientre,
la gruta salvaje que lo ha convertido
en poeta rupestre.
No hay salida al silencio, no hay manera
de escapar a esta absurda ceremonia
de decir lo que no puede decirse,
se dice mientras va hacia su escritorio,
coge un folio y escribe
que un hombre que es un ascua más que un hombre,
etcétera, etcétera, etcétera.