Es el rostro de mi padre.
Quiere decirme algo
pero no lo escucho.
Tampoco su gesto ya me dice nada.
Quizá no sea él
y desmintiéndome
miro esa elegancia tan suya
en contraste con su afiebrada irreverencia
de maldecirnos, una vez más, a todos.
Porque incluso ahora lo sé
tratando decir que todo esto
también son pendejadas.
Veo el rostro de mi padre.
Está muerto.
Nosotros nos quedaremos otro rato
aquí afuera.